NERVIOSOS Y CONFIADOS
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
El formateado es mío (L. B.-B.)
El creciente clima electoralista en Cataluña, cuando todavía falta un año para las elecciones autonómicas, es claramente excesivo aunque perfectamente visible. Por una parte, el tono de los exabruptos de Pujol contra los socialistas y, por otra, las ayudas fiscales a los papás -ciertamente módicas, como diria Josep Pla-, si deciden comprar un piso a sus hijos, y los complementos a las pensiones de la viudas ponen de manifiesto que CiU está nerviosa, pero también que ha puesto ya la directa para evitar perder el Gobierno de la Generalitat.
En las próximas elecciones Convergència se juega mucho, quizá su misma supervivencia. Téngase en cuenta que sin la Generalitat se quedaría sin centros de poder realmente influyentes: a lo más algunos ayuntamientos de mediano nivel y, quizá, las tres diputaciones de menor rango, además de la mayoría de consejos comarcales, que para eso están. Si, encima, sus diputados en Madrid no fuesen necesarios para formar una mayoría parlamentaria, CiU quedaría reducida a un partido de implantación local y comarcal, con el peligro de desintegrarse o ser marginal en el sistema político catalán. El fin del pujolismo coincidiría así, como algunos vienen vaticinando, con el fin de Convergència y Unió.
Pero todo ello es hipotético y, por supuesto, nada seguro. CiU ha creado un potente entramado clientelar de intereses económicos, sociales y culturales, muy dependientes de sus ayudas y subvenciones, que tratará de impedir su desplazamiento del poder. Además, CiU sabe perfectamente que ganar las elecciones le supondría quizá inaugurar un nuevo largo periodo de hegemonía en Cataluña protagonizado por una generación distinta de la de Pujol, dirigida por Artur Mas. Tienen, por tanto, mucho que perder y también mucho que ganar. Es seguro, por tanto, que pondrán toda la carne en el asador para seguir gobernando.
Frente a ello, la oposición socialista se limita a adoptar, simplemente, una actitud pasiva, de wait and see, de esperar y ver, convencida de que un ciclo se acaba, las encuestas nunca fallan y que, por fin, le ha llegado su turno. Maragall lo expresaba hace unos días con claridad en un artículo publicado en El Periódico: 'Lentamente, la historia de Cataluña avanza hacia un desenlace esperado. Y soñado. (...) Hoy lo más sensato y probable es un cambio de mayoría en Cataluña, un Gobierno catalán de progreso'. Maragall olvida, posiblemente, que la historia nunca está escrita de antemano y que a menudo aquello 'sensato y probable' es precisamente lo que nunca sucede. Con este espíritu de lucha, en attendant el 'desenlace esperado', nunca se ganan unas elecciones.
Los convergentes están nerviosos, pero con manos a la obra, y los socialistas están demasiado confiados. Ésta, me parece, es la situación presente en la política catalana. Y en una situación así, sin prejuzgar el final de la historia como hace Maragall, lo equivocado, a mi parecer, es estar confiado.
Además -encuestas aparte-, no hay motivos poderosos para esta confianza. En efecto, la estrategia de Maragall no es muy distinta de la utilizada en las anteriores elecciones, que tuvo dos ejes principales: primero, dio por supuesto que tenía un público de fieles votantes del cual no había que preocuparse excesivamente y relegó a su partido, el PSC, a un papel secundario durante todo el periodo preelectoral; segundo, centró sus esfuerzos en atraerse a un electorado tradicionalmente convergente, compuesto sobre todo de empresarios y profesionales de un catalanismo moderado considerando que estaban decepcionados del pujolismo y querían un cambio. Recordemos que en aquel momento CiU propugnaba la Declaración de Barcelona dentro de una línea que personificaba Pere Esteve y en la cual el enemigo que se debía batir era el PP, entonces sin mayoría absoluta en Madrid.
El error de Maragall en 1999 fue confiar en el primer eje. Y en este punto, Maragall ha rectificado sólo en parte: el PSC ha adquirido el papel que le corresponde, con Montilla al frente y Miquel Iceta como jefe de campaña. Ahora bien, el acuerdo con Esquerra Republicana para aprofundir l'autogovern y formar grupo conjunto en el Senado, así como la insistencia obsesiva de Maragall en hablar del supuesto encaje de Cataluña en una nueva España no son mensajes que susciten entusiasmo, si no más bien indiferencia o rechazo, en la mayor parte del potencial electorado socialista. En este punto, más que rectificar ha acentuado los errores del pasado.
Respecto al segundo eje, la situación es distinta. El empresario y profesional desencantado de Pujol y vagamente catalanista se encuentra ahora con una oferta electoral nueva. Por una parte, Artur Mas ofrece una imagen de CiU más pragmática y menos nacionalmente integrista que la pretendida por Pere Esteve: el hecho de que Carlos Tusquets aceptara ser consejero hace tan sólo una semana es un indicio de esta distinta percepción. Por otra parte, el PP encabezado por Piqué, y ahora con mayoría absoluta, ofrece también una nueva imagen de cara a estos sectores. Quizá algunos todavía asistirán a las cenas, pero pocos votos obtendrá ya Maragall de esta parte de la sociedad. Los tiempos han cambiado y los protagonistas también.
Ante esta nueva situación, la opción más inteligente por parte de Maragall sería dedicarse intensamente a los suyos, a los que quieren un cambio de verdad en Cataluña y saben que éste no ocurrirá si el porvenir es formar un gobierno con ERC o, como ahora se rumorea -en una vuelta a la antigua sociovergencia-, con la misma CiU. Al PSC de Maragall le falta probablemente ambición y confianza en sí mismo para aprovechar los deseos de cambio real existentes en Cataluña y aspirar a gobernar en solitario y con programa propio, como ha hecho Pujol en los últimos años pese a carecer de mayoría absoluta. Pero la actual estrategia del discurso identitario de la España plural, la alianza con ERC, la reforma del Estatuto como gran alternativa política y el no decir nada nuevo para no meter la pata, sólo conducen a que una buena parte de los potenciales votantes socialistas sigan, una vez más, sin ir a votar el día de las elecciones autonómicas.