¿ES CONGRUENTE SER NACIONALISTA DE IZQUIERDAS?
Artículo de MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA en “El País” del 10-3-04
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.
A primera vista se diría lo único consecuente. Ante todo, tenemos a los más plus de ambos mundos: abertzales vascos, republicanos catalanes y bloquistas gallegos, siempre por delante del nacionalismo moderado y de la izquierda tradicional. El mismo nacionalismo moderado parecería una izquierda moderada, como PNV-EA o CiU, un nacionalismo siempre más social que su contraparte panespañola. Por otra parte, la izquierda tradicional, siempre dispuesta a marchar con el nacionalismo, sea con reparos, como PSC, PSE y PSG en sus inestables alianzas regionales, o con el entusiasmo de quien se apunta a un bombardeo, como IU. A esto cabría añadir una larga tradición internacional tendente a identificar ambos términos, tomando por izquierda a meros nacionalismos (como el baasismo, el nasserismo, el peronismo y tantos otros) o al revés (¿recuerdan cuando el Departamento de Estado norteamericano llamaba jóvenes nacionalistas al PSOE?). Sin ir tan lejos, dos fenómenos son evidentes: un nacionalismo radical que ha logrado atraer a una parte importante del electorado de izquierda y una izquierda que suplica la bendición o, al menos, el perdón del nacionalismo.
¿Qué es la izquierda? Es, simplemente, la igualdad. Pero Bobbio (Derecha e izquierda) ya advirtió que hay que especificar, además, entre quién, en qué y por qué criterio. El qué puede ser de muy distinta naturaleza: integridad o dignidad personales, derechos civiles, libertades negativas, derechos políticos, oportunidades sociales, recursos económicos... El criterio también: per cápita, según las necesidades, según la contribución (sea el trabajo, la inversión, el esfuerzo, la productividad marginal), dejada al azar... Y, por supuesto, el quién: los propietarios, los no dependientes, los varones, los adultos, los ciudadanos, los residentes, los humanos... Muchas demandas de la izquierda sólo buscaban ampliar o generalizar derechos, oportunidades o recursos ya al alcance de algunos, mientras que la derecha trataba de mantener su carácter minoritario, de privilegios.
Lo importante es comprender que si la igualdad puede referirse a objetos, sujetos y criterios tan distintos, no serán compartidos por todos, ni siquiera por quienes con mayor convicción se proclamen de izquierda. Dicho llanamente: es posible, incluso frecuente, situarse a la izquierda en un ámbito y a la derecha en otro, pues la (auto) ubicación política no es algo unitario (no estamos hechos de una sola pieza). La historia lo ha mostrado hasta la saciedad: sindicatos racistas (la mayoría de los gremiales y profesionales, no hace mucho), partidos de izquierda colonialistas (el socialismo francés y el laborismo inglés, v.g.) o segregacionistas (el comunismo surafricano en sus inicios), toda suerte de organizaciones obreras machistas y xenófobas, sufragistas burguesas, etc. Este dualismo no es fácil de sobrellevar, pues conlleva cierta disonancia cognitiva, sobre todo en la medida en que la moral se funde en postulados universalistas. El impulso igualitario (de izquierda) es expansivo, y mucha gente pugna por dar coherencia a sus opciones morales y políticas, por lo que quien empieza oponiéndose a una forma de desigualdad tiende a hacer lo mismo ante otras y, así, las mismas personas dan vida a organizaciones, actividades y movilizaciones contra diversas formas de desigualdad; además, de una enemistad común puede nacer una buena amistad, y distintos movimientos enfrentados a un orden desigual pueden terminar confluyendo, entremezclándose y asumiendo recíprocamente sus demandas (así, por ejemplo, el movimiento obrero ha llegado a rechazar la discriminación genérica o étnica).
Pero lo esencial es que, no habiendo una sola divisoria social sino varias, se puede ser igualitario ante unas y no ante otras, de izquierda en esto y de derecha en aquello. De hecho, mucho autoproclamado izquierdista no sufre sino incongruencia de status, es decir, un profundo malestar basado en la creencia de que se valora lo que no se debe (y en lo que él vale poco) y no se valora lo que se debe (y en lo que él vale mucho). G. Lenski (Poder y privilegio) fue quien mejor comprendió que no sólo importa cuál sea el grado de desigualdad en tal o cual dimensión (entre hombres y mujeres, entre empleadores y empleados, entre adultos y jóvenes...), sino también, y más, cuál sea el peso relativo de cada una de las dimensiones de la desigualdad (el sexo, la clase, la edad, la etnia, el territorio, la religión, la afiliación política y un largo etcétera). Aunque la búsqueda de la coherencia moral y la experiencia de la opresión conjunta puedan empujar a ser de izquierda (o de derecha) en general, el impulso inmediato, sin embargo, es bien otro: alinearse a la izquierda en aquello en que sufrimos desventajas y a la derecha en aquello en que disfrutamos privilegios. De ahí las vilipendiadas pero tercas figuras del obrero machista, la feminista burguesa, la basura blanca, la canalla patriótica y otras incoherentes coherencias; inconexas desde la perspectiva de una moral universalista, pero redondas desde la perspectiva de los intereses particulares. Ahí es donde se incluyen el nacionalismo de izquierdas y la izquierda nacionalista.
Por otra parte, ¿qué es el nacionalismo? La idea común es que éste busca dividir alguna gran entidad imperial, colonial o de otro tipo, siempre contra natura, para que en la nueva nación coincidan por fin el perímetro del poder y el sustrato de la cultura. Aunque esto pueda tener algo de verdad, la esencia del nacionalismo revolucionario fue exactamente la contraria: crear un espacio común, con libertad de movimiento y residencia, una lengua codificada, unas leyes para todos, un poder político unitario, un sistema uniforme de pesas y medidas, una cultura homogénea, una ciudadanía única..., estos sí, contra natura, por encima de los particularismos locales, gremiales, étnicos, religiosos y otros que eran los que realmente contaban en la vida real y cotidiana de las personas (y no su lejana adscripción a tal o cual armazón imperial). El nacionalismo, en otras palabras, fue un movimiento unificador. Bien es cierto que, en sociedades todavía dispersas y ya mestizas, unificó unos rasgos a costa de otros, pero en todo caso unificó. El actual nacionalismo tardío, el secesionismo frente a unas naciones constituidas ya hace siglos como Estados (o viceversa, tanto da), busca justamente lo opuesto. Ya no se trata de disolver toda la caterva de derechos locales, privilegios gremiales, estigmas étnicos, etc., en una ciudadanía común, sino de romper ésta con la promesa de nuevos privilegios distintivos.
De ahí precisamente su cara izquierdosa. No se arrastraría a mucha gente por la vía separatista con la simple promesa de cambiar de amo. El nacionalismo se viste de izquierda porque está en conflicto, incluso en guerra. Cuando se hacen sonar los tambores para la batalla, hay que proclamar la hermandad universal en las propias filas. Puede ser incluso sincero, pues la tensión del conflicto genera una fuerte solidaridad interna en cada bando. No es casual que las grandes oleadas igualitarias hayan seguido siempre a las grandes guerras (los derechos políticos a la Primera; los sociales, a la Segunda). La vanguardia nacionalista puede, además, vivir su propia cruzada como una auténtica revolución de izquierdas, pues ellos no sólo van a tomar el palacio de invierno, sino que se lo van a repartir con su magnífica colección de cargos, despachos, sueldos, dietas y otras gabelas: un inmenso botín, como ya apuntó E. Gellner (Naciones y nacionalismo), aunque sólo por una vez, y para los más avispados. En contraste, donde no hay veleidades secesionistas, el localismo es más bien conservador (U. Alavesa, U. Valenciana, P. Aragonés Regionalista, P. Andalucista, Coalición Canaria...) o es asumido por los partidos nacionales (PP en Galicia, PSOE en Andalucía), y el nacionalismo de izquierda no pasa de ser una nota folclórica: Chunta, Andecha, BNV-EV, MPAIAC o ICAN...
No sé si fue Lenin, sin duda el gran estratega de la izquierda revolucionaria, o más bien Stalin, su teórico delegado para la cuestión nacional, quien quiso distinguir el nacionalismo de los opresores del de los oprimidos, para rechazar el primero y apoyar el segundo (sólo mientras resultó útil, claro). Suena bien, pero es ya historia. Si una comunidad territorial es sometida a una reducción de sus derechos en contraste con los del grupo dominante, la separación es una vía hacia la igualdad, aunque no la única, y el nacionalismo puede ser efectivamente un movimiento de izquierdas. Pero el separatismo vasco o catalán, como el de la Padania industrial o la Escocia petrolera, es un movimiento antiigualitario, el intento de apropiarse de manera definitiva y exclusiva de un conjunto de recursos que la suerte inesperada o la historia compartida han concentrado en su territorio. Eso por no hablar de sus insultantes pretensiones de superioridad racial o histórica.
En nuestros días y en nuestro entorno, el nacionalismo podrá adoptar todos los colores de la izquierda en todos los ámbitos imaginables, pero, en lo que le es propio y distintivo, es un puro movimiento de derechas, de ruptura de la igualdad, de división de la ciudadanía, de defensa o búsqueda de privilegios para unos (generalmente unos pocos) a costa de otros (generalmente los más). Que los Otegui o los Carod se apunten a todas las causas de izquierda menos a una, la defensa del espacio y la igualdad ciudadana ya conquistados, es de una tremenda inconsistencia moral, pero de una gran sagacidad táctica, tanto para sí mismos como para toda esa cohorte de intelectuales, profesionales y funcionarios que les siguen dispuestos a conquistar el aparato del Estado.
La pregunta que queda es por qué llegan a prestarles oídos quienes, llegado el caso, no participarían ni mucho ni poco de esa gran piñata. "¡El proletariado no tiene patria!", gritaba convencida la izquierda decimonónica. En el siglo XX aprendimos que, en realidad, es lo único que tiene; que no hay otra contrapartida a la pérdida de la propiedad de los medios de producción, primero, y de la seguridad del puesto de trabajo, después, que los derechos sociales: asistencia sanitaria, subsidios de desempleo, pensiones, educación y otras prestaciones entre universalistas y contributivas; y que, sin propiedad, no hay otra independencia que la que otorgan los derechos civiles y políticos. Paradójicamente, el proceso autonómico ha dejado en manos de los mesogobiernos las partidas del bienestar (welfare) y, en las del gobierno central, más bien las del malhacer (warfare). Por si no bastara, cuando el torbellino de la economía informacional y global sacude la tierra bajo los pies de sectores crecientes, la derecha neoliberal que nos gobierna anuncia la retirada del Estado y ofrece como solución final que cada uno se busque la vida. La idea misma de ciudadanía, que durante la transición y el periodo socialista se fue llenando lentamente de contenido (de derechos civiles, políticos y sociales), aunque en verdad necesitaba ya una profunda reformulación (nutrirse también de responsabilidad individual y compromiso compartido), amenaza ahora con verse vaciada del mismo. El desistimiento de la derecha neoliberal es el que abre paso al oportunismo pseudoizquierdista del nacionalismo.