EL NACIONALISMO EN EL SIGLO XX

Artículo de JUAN PABLO FUSI en "ABC" del 28-10-02

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

En su conocido ensayo sobre el concepto de «nacionalidad» que escribió en 1862, en el que debatía algunas de las ideas y tesis del patriota italiano Mazzini, Lord Acton (1834-1903), el historiador inglés, puso ya de relieve la naturaleza contradictoria del nacionalismo. Acton escribía cuando el nacionalismo era una fuerza liberadora y democrática -por ejemplo, el nacionalismo de Mazzini-, cuando no habían aparecido aún sus desviaciones integristas, totalitarias, imperialistas y xenofóbicas. Pues bien, incluso en fecha tan temprana, Acton veía al nacionalismo oscilar entre dos ideas que a él se le antojaban opuestas e irreconciliables: entre la teoría política de la libertad y el principio de la unidad nacional. Acton estaba en lo cierto. La teoría moderna de la libertad se fundamentaría en valores cívicos, en los derechos del individuo y del ciudadano, las libertades civiles, la ausencia de toda coerción, y en la afirmación del pluralismo; el nacionalismo, en los derechos colectivos (de pueblos, naciones, nacionalidades), en la nación, la nacionalidad y la etnicidad como valores supremos y absolutos, y en la visión de la comunidad nacional como una realidad homogénea y unida, propia y distinta, cuya realización sería un derecho histórico y una exigencia irrenunciable.

Por lo que hace al siglo XX cabría extraer por lo menos dos grandes conclusiones de carácter general: 1) que el nacionalismo fue, como ya lo había sido en el siglo XIX, una fuerza de transformación y cambio probablemente más poderosa de lo que pudieron haberlo sido las transformaciones económicas, la conflictividad social y aún el progreso científico y tecnológico, factores tenidos usualmente por instrumentos esenciales del cambio histórico; 2) que los nacionalismos (porque, en efecto, la variedad de los mismos obligaría a proponer muchas y muy distintas tipologías: nacionalismos liberales y cívicos, y nacionalismos autoritarios; nacionalismos religiosos; étnicos; lingüísticos; tribales; mesiánicos; nacionalismo abierto y nacionalismo cerrado; nacionalismo nacional, de Estado, y nacionalismo de nacionalidad, de minorías...) serían causa de importantes y a menudo violentos conflictos, con consecuencias casi siempre decisivas y muchas veces -las dos guerras mundiales, por ejemplo-, aciagas.

Por nacionalismo -que tendría mucho de construcción moderna-, habría que entender muchas cosas: procesos de construcción de estados nacionales; teorías regionalistas o independentistas; reivindicaciones etno-nacionales y etno-lingüísticas; sentimientos de pertenencia a una nación o nacionalidad; doctrinas políticas basadas en la exaltación de la idea de patria y en la movilización emocional de masas; movimientos o partidos políticos explícitamente nacionalistas. En última instancia, la fuerza y vigencia del nacionalismo se derivarían, probablemente, de su capacidad como elemento de cohesión social y de la importancia de los sentimientos de grupo como factor de vertebración de la sociedad; pero el nacionalismo sería también, muchas veces, una forma de hacer política y, por tanto, una estrategia de poder.

En cualquier caso, en las últimas décadas del siglo XIX y primeros veinte años del siglo XX, el nacionalismo experimentaría una importante transformación: fue entonces cuando se transformó en un hecho de masas. Con varias consecuencias: la cristalización del nacionalismo como principal factor de desestabilización de la política europea, la proliferación de movimientos nacionalistas en toda Europa. Con Maurras y Barrès, el nacionalismo se definió como la principal alternativa ideológica al liberalismo; el despertar de las nacionalidades, a las que el nacionalismo dio sentimiento e idea de nación y conciencia de sus derechos colectivos, provocó la primera gran etapa de movilización étnico-secesionista -en el centro y este de Europa y en algunos países occidentales (casos de Irlanda, por ejemplo, y en España, de los nacionalismos catalán, vasco y gallego)-, movilización que dio lugar, tras la I Guerra Mundial, a la creación de un importante número de nuevos países: Irlanda, Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia, Hungría, Austria, Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania.

Además, desde principios del siglo XX, el nacionalismo irrumpió definitivamente en Asia y África. En Europa, pero también en determinados países latino-americanos y en Japón, fue asumiendo formas agresivas e intolerantes, identificándose con ideas de grandeza nacional, expansionismo militar y superioridad racial (y en Europa central y del este, de antisemitismo), y con políticas autoritarias, populistas y antiliberales, hasta culminar en lo que he llamado la fascistización del nacionalismo, ejemplificada por los casos de Alemania, Italia y Japón (en España: Ledesma Ramos, Falange, nacionalismo militar), pero que impregnó también a nacionalismos de base étnico-lingüística, como el nacionalismo croata, y a algunos nacionalismos árabes y en África, el nacionalismo blanco afrikaner, surgido en Sudáfrica en los años 30. El nacionalismo de la ultra-derecha amenazaba en 1939 la libertad en el mundo.

Después de 1945, el nacionalismo se asoció en lo que se llamaría «tercer mundo» (Asia, África) a movimientos de liberación nacional y/o anti-imperilistas, pero también a regímenes militaristas y de partido único, y a movimientos tribales, tradicionalistas y religiosos, y estaría, desde luego, en la raíz de algunos de los más espinosos problemas internacionales de la posguerra: procesos de descolonización, conflicto árabe-israelí. En Europa occidental, el desprestigio de las ideas nacionalistas y de los nacionalismos nacionales generaría la aparición del proyecto territorial y político históricamente más novedoso entre las ideas que aflorarían en el continente en todo el siglo: la construcción de una Europa unida y supranacional, la construcción de la unidad europea. En la Europa central y del este, los nacionalismos parecieron desaparecer, por lo menos hasta 1989, bajo la hegemonía de la Unión Soviética y de los regímenes comunistas allí creados tras la II Guerra Mundial. El nacionalismo reaparecería, con todo, en las últimas décadas del siglo: nacionalismos de minorías, etno-nacionalismos, en la Europa desarrollada y próspera de la Unión Europea (con particular incidencia en Irlanda del Norte, en Bélgica y en España, donde el resurgimiento de los nacionalismos regionales llevaría a partir de 1975 a la creación de un nuevo tipo de Estado, basado en la autonomía política de las regiones); reivindicaciones nacionales, declaraciones de independencia, formación de nuevos estados, en la Europa del este tras el colapso del comunismo en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética y de Yugoslavia. El IRA nor-irlandés y la ETA vasca refundarían, respectivamente, los nacionalismos nor-irlandés y vasco sobre la violencia y el terrorismo; guerras y conflictos inter-étnicos de extrema gravedad asolarían los procesos de independencia y secesión de los nuevos estados balcánicos y ex soviéticos.

Cuando terminaba el siglo XX, la cuestión nacional, que se pensaba desaparecería en una Europa cada vez más «europeísta» e integrada, volvió, pues, a generar, como señalaba el historiador francés François Furet, fanatismo y masacres. Acton dejó ya dicho en su citado ensayo que la «nacionalidad» no aspiraba ni a la libertad ni a la prosperidad, sino que, si le era necesario, sacrificaba ambas a las necesidades imperativas de la construcción nacional.