EL NO-NACIONALISMO

 

  Artículo de JUAN PABLO FUSI  en  “El País” del 27.12.2003

 

Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia de la Universidad Complutense.

Beckett, el escritor irlandés, dijo en cierta ocasión -en 1939, cuando estalló la II Guerra Mundial y él residía en París- que prefería vivir en una Europa en guerra que en una Irlanda en paz. Joyce, igualmente irlandés y además, a diferencia de Beckett, católico, marchó de Irlanda en 1902 y, salvo por una breve visita en 1912, nunca más regresó a su país (murió en 1941). De los otros grandes escritores irlandeses contemporáneos, Oscar Wilde, Bernard Shaw y W. B. Yeats, sólo éste, Yeats, fue nacionalista y, significativamente, perdió con el tiempo su fe en el nacionalismo, en el Estado libre irlandés y aun en Irlanda como entidad separada de Inglaterra. Kafka y Rilke, ambos nacidos en Praga dentro del Imperio Austro-húngaro, optaron en su momento por la nacionalidad checa: ninguno (Kafka, judío; Rilke, de familia alemana) sintió el nacionalismo checo.

La formulación del sionismo por Theodor Herzl a partir de 1894 dividió profundamente a los judíos europeos. Gershom Scholem, nacido en Berlín en 1897 de familia judía acomodada y asimilada, estudió filología semítica, se interesó en el sionismo, se especializó en el estudio de la tradición mística judía y en 1923 emigró a Israel. Con origen y antecedentes familiares muy parecidos, Walter Benjamin, no obstante su interés por la cultura y la tradición judías de las que procedía, derivó hacia preocupaciones muy distintas: el romanticismo alemán, el barroco, la cultura francesa, el lenguaje, el marxismo, la crítica de la modernidad, y pese a las reiteradas invitaciones de su amigo Scholem, no quiso establecerse en Palestina (lo que le costó la vida: se suicidó en 1940, en Port Bou, después de que las autoridades españolas le denegaran el permiso para cruzar a España en su huida de una Francia ocupada ya por los alemanes). Es un ejemplo revelador: siempre hubo en medios judíos alternativas identitarias al sionismo, que afirmaban la identidad judía, pero que no la cifraban en la creación de un "Estado de los judíos" en Palestina.

El único gran escritor que en el siglo XX saldría de Quebec, Mordecai Richler (1931-2001), anglo-canadiense y judío, fue un crítico feroz del nacionalismo quebequés, para él, expresión tardía del catolicismo ultramontano y antisemita definidor de la comunidad franco-canadiense de aquel Estado. Bram Fischer, el principal abogado defensor de Mandela en el proceso que condenó a éste en 1964 a cadena perpetua, era blanco, afrikáner (de hecho, pertenecía a una de las grandes familias del país) y dirigente del Partido Comunista Surafricano y, como tal, enemigo del nacionalismo blanco y del régimen de apartheid impuesto por éste en 1948 (encarcelado en 1966 y condenado también a cadena perpetua, Fischer fue liberado en diciembre de 1974, enfermo ya del cáncer del que moriría pocos meses después).

Los ejemplos son suficientes. Añadamos, por si acaso, los anglo-escoceses, los vasco-españoles y, por tomar de prestado el título de un conocido libro, los otros catalanes, los catalanes no nacionalistas. El hecho es palmario. El no-nacionalismo es una realidad social y política de extraordinaria significación. La atención preferente que, por muchas y comprensibles razones, se ha prestado al análisis del nacionalismo, ha descuidado su estudio. Es un error capital. En sociedades fuertemente nacionalistas como las mencionadas (Irlanda, Israel, Quebec, Suráfrica, País Vasco, Cataluña, Escocia), el no-nacionalismo constituye un hecho paralelo al propio nacionalismo y, en muchos casos, de no menor enjundia y complejidad que éste.

El no-nacionalismo no es antinacionalismo. Ni siquiera se define por la negatividad. Es, a su manera, un sentimiento de pertenencia a una comunidad, un modo de instalarse en ésta, una manifestación incluso de identidad comunitaria. Más aún, el no-nacionalismo no rechaza necesariamente los hechos nacionalistas. Las más de las veces asume incluso los sentimientos de pertenencia e identidad que alientan en aquéllos. Pero, en contraste con el nacionalismo, el no-nacionalismo pone el énfasis en la dimensión no esencialista de la nacionalidad, concibe la identidad nacional como una identidad cuando menos compleja y definida no por unos determinados elementos distintivos (lengua, religión, etnicidad...), sino forjada en todo caso por la interacción de muchos factores en la historia, y en interdependencia con otras culturas, otras lenguas y otras comunidades. Entiende así que naciones, nacionalidades y sociedades nacionalistas podrán o no poseer características culturales, e historia, distintas y específicas; pero subraya que cultura e historia nacionales, nacionalidad e identidad son conceptos y realidades complejas, evolutivas y múltiples.

El no-nacionalismo es, ante todo, un hecho sociológico (que puede o no tener dimensión política y plasmarse además, si así sucede, en ideologías diferentes: liberales, comunistas, autoritarias...). Existe por una simple razón: porque los hombres no necesitan politizar su identidad (o su etnicidad) ni para explicarse su dimensión social ni para instalarse en su propia circunstancia. El hombre, en otras palabras, no es necesariamente nacionalista: no vive su identidad, como hace el nacionalismo, como una emoción irracional, exclusivista y mitificada. Vive, desde luego, instalado en una determinada sociedad y, por lo general, identificado con ella y con buena parte de sus tradiciones y de su pasado: su nación es la circunstancia que mejor conoce.

Vasco-españoles, anglo-quebequeses, anglo-irlandeses, liberales surafricanos, anglo-escoceses, los otros catalanes, los judíos no sionistas, por volver a los ejemplos anteriores, se reconocen de esa forma en la historia y en la realidad comunitaria de sus respectivas regiones y nacionalidades. Comparten con el nacionalismo el sentimiento de pertenencia a las mismas. No comparten, en cambio, los mitos -históricos, lingüísticos, etnosimbólicos- del nacionalismo, la patrimonialización por éste de la identidad común, la pasión nacionalista: discrepan o en torno a la idea de nacionalidad o en la forma como el nacionalismo interpreta y define ésta. En suma, el nacionalismo enfatiza, como valores políticos, los derechos colectivos, la construcción nacional, la etnicidad (o el particularismo cultural), la afirmación y defensa de la nación y la nacionalidad como entidades homogéneas, propias y distintas; el no-nacionalismo afirma, por el contrario, los derechos individuales y ciudadanos, las libertades civiles, los valores cívicos (no étnicos), la ausencia de coerción nacional o nacionalista, la afirmación y defensa de la sociedad como una sociedad abierta, plural y libre.

Nacionalismo y no-nacionalismo son, en efecto, manifestaciones distintas de la identidad, la vida colectiva y la política de esas regiones y nacionalidades: de Euskadi, Quebec, Escocia, Cataluña, Córcega... Por eso, Joyce y Beckett, Unamuno y Baroja, Mordecai Richler, Rilke, Bram Fischer, Benjamin o Kafka fueron no-nacionalistas. Es bien cierto que el nacionalismo ha sido en la historia causa de violencias y masacres, y que negar su realidad ha sido igualmente el detonante de numerosos y a veces insolubles problemas y conflictos. Hobsbawn dijo, así, en 1989 de los nacionalismos occidentales (como los citados) que eran nacionalismos divisivos, por tratarse de nacionalismos que aparecían en Estados ya plenamente desarrollados y largamente consolidados como Gran Bretaña, Canadá, Francia o España. Desde mi perspectiva, resulta aún más importante que las mismas nacionalidades y regiones nacionalistas sean sociedades plurales. Eso explica que el nacionalismo haya sido en ellas, y sea, factor de división política y de polarización interna.

Precisamente, el error del nacionalismo es justamente ése: no reconocer que, en sociedades y regiones nacionalistas, el no-nacionalismo es también una realidad social y política ampliamente representativa. Por razones evidentes y de fácil comprensión: porque las regiones y nacionalidades occidentales no son ya pueblos o comunidades étnicas homogéneas, sino sociedades complejas; la etnicidad es en ellas, en el mejor de los casos, un valioso sustrato histórico y cultural. Más aún, la vertebración definitiva de ese tipo de comunidades requiere necesariamente algún tipo de equilibrio -político e identitario- entre nacionalismo y no-nacionalismo.