EUROPA, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ.
Artículo de FERRÁN GALLEGO,
Universidad Autónoma de Barcelona, en “El País” del 12-06-04
Por su interés y
relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web. (L. B.-B.)
En la cárcel donde se le había confinado para el resto de sus días, Antonio
Gramsci redactó pacientemente unos Quaderni destinados a evitar su
embrutecimiento mental y a frustrar los deseos expresados por el fiscal:
«tenemos que impedir que ese cerebro funcione durante veinte años». En la obra
escrita en su encierro, Gramsci definió los recursos con que se confecciona la
hegemonía ideológica, señalando una verdad que suele olvidarse con la misma
frecuencia con la que se
vive. Y es que el éxito real de una opción política no es convencer de que sus
principios parciales son los más aceptados, sino identificar los valores del
propio grupo con el sentido común. De esta forma, la apreciación particular deja
de ser una opinión para convertirse en una evidencia, a compartir por quienes
tengan en
adecuado funcionamiento sus órganos sensoriales y su maquinaria de
procesamiento racional. El axioma destituía el prestigio del debate, con la
misma firmeza con que expulsaba de la sensatez a quienes dudaran de su
consistencia.
La labor de los intelectuales «orgánicos» debería ser coherente con esa
concepción del mundo convertida en realidad objetiva, reiterándola hasta hacer
vagar por la ignominia y la exterioridad a quien se atreviera a invertir los
términos de esa relación con la cultura: a quien considerara, por ejemplo, que
la misión de los
intelectuales debería ser llevar el máximo de sentido común a sus ideas, en
lugar de dotar a sus creencias de una impasible apariencia de naturalidad. Buena
parte de los cuadros del nacionalismo catalán viene del eurocomunismo amamantado
por Gramsci. Y tal circunstancia debería hacer comprensible esa relación con una
dogmática que adapta el mundo a lo que ha venido llamándose, con peregrina y
cruel astucia, «normalización». Humpty Dumpty ya aleccionó a la desconcertada
Alicia, indicándole que las palabras tienen dueño.
En el principio del poder político también está el verbo: quien nombra asume un
espacio de decisión que le permite, como ha sucedido en nuestro país, señalar lo
que es normal y lo que debe ser normalizado; lo que era defectuoso y deberá
perfeccionarse; lo que estaba impregnado de impurezas y habrá de ser sometido a
un proceso de higiene social. Por ello, los nacionalistas no presentan
propuestas, sino que se limitan a exigir que las leyes se adapten a lo que es en
el sentido más solemne de este verbo tranquilizante y totalitario. Contemplan a
quienes les llevan la contraria con la cansina mirada del maestro que tiene que
repetirse ante un alumnado zafio, o con la rencorosa mueca de quien observa y
define el rostro
del enemigo, del ladrón de esencias, del usurpador de derechos, del celador de
artificios. En un juego de manos dialéctico, convierten lo accesorio en
fundamental y, con igual habilidad de prestidigitador de feria, le devuelven el
dichoso rango de identidad existencial a lo que, en un primer gesto, era sólo
una cuestión de
eficacia administrativa.
Por eso, puede levantarse un diputado de Esquerra Republicana y considerar un
agravio que no se le deje hablar en catalán en las Cortes españolas, sin que
importe que en el Parlamento de Cataluña sea materialmente imposible el uso del
castellano. Por eso, nadie le recuerda a Joan Puigcercós que más del 90% de los
catalanes con derecho a voto no han dado su confianza a su partido, y que ello
debería aconsejarle no hablar en nombre de todo el país. Por eso, se producen
votaciones como las que provocó una diputada nacionalista vasca, elegida por los
pelos en su circunscripción, tras anunciar a una jubilosa Cámara que el tema de
las selecciones deportivas se convertirá en un nuevo espacio de conflicto y
victoria, de agravio y frustración, de gimnasia reivindicativa y de despropósito
legal.
Aunque algunos no advirtieran, a estas alturas, que no se trataba de
un plazo más de la estrategia de tensión del nacionalismo.
Porque poco importan los temas concretos. Lo que interesa es la potencia
simbólica de lo que se va haciendo, hasta que acaba convirtiéndose en
normalidad, mientras su contrario pasa ser una débil extravagancia. Y se hace,
necesariamente, con la resignación o la complacencia de quienes, hasta ahora, se
habían expresado en términos opuestos, como quienes encabezan la candidatura
socialista al Parlamento europeo. ¿Se han enterado Borrell o Díez de que, para
los aliados de su gobierno, la «construcción» de Europa va a coincidir con la
«deconstrucción» de este inmenso malentendido que, al parecer, ha sido España?
¿Se han enterado de que, el próximo día 13, más del 80% de los españoles
volverán a votar por partidos no nacionalistas mientras el PSOE va adquiriendo
la identidad de una simple matización de las opciones nacionalistas? ¿Se han
enterado de que quienes centran su campaña en un lema como «Volver a Europa» se
apoyan en un puñado de euroescépticos, para los que esa Europa de los Estados,
de las naciones de ciudadanos, deberá ser sustituido por una Europa de los
pueblos «auténticos»? ¿Se han enterado de que es indigno decir -y es indignante
escuchar- que la única forma de que los vascos o los catalanes, los gallegos o
los aragoneses, los canarios o los mallorquines formen parte de Europa es
hacerlo a través de las organizaciones nacionalistas que, al parecer, les
representan en exclusiva?
Posiblemente, se habrán enterado, pero prefieren callarse una evidencia incómoda
que les asigna una responsabilidad. ¿Cómo mezclar su esperanzado «regreso» a un
continente en construcción política con las reticencias de quienes siguen
metidos en la reivindicación gaullista de la Europa de las patrias o en el
fervor tumefacto de la
Europa de los pueblos? ¿Cómo justificar esa abyecta proximidad de quienes
enarbolan sospechosas banderas nacional-populistas en otros países?
Europa conoce lo que han sido, en el corto y pavoroso siglo XX, los riesgos de
esos artefactos culturales disfrazados de meros descubrimientos de la identidad:
esas redes de inclusión y de extrañeza, de pulcritud y contaminación, de virtud
comunitaria y vicio ciudadano. Por eso, puede esperarse que en Europa nunca más
sean segados los derechos individuales en nombre de los derechos de las
comunidades imaginarias. Que las personas y las conductas nunca sean declaradas
anormales en los procesos de normalización. Que nunca se realicen los rituales
de inclusión higiénica que decreta la extrañeza de quien no es nacionalista.
La campaña debería haber tenido, como punto central, saber si caminamos hacia la
construcción política del continente dejando sin resolver la permanencia
política de una España sin exclusiones.
Debería haber servido para saber si los partidos no nacionalistas de España van
a superar el mito de la anti-España que divulgó el franquismo, a paradójico
beneficio del inventario nacionalista. Lo urgente es procurar que la España
plural y la Constitución de las Autonomías no sean patrimonio de ningún partido,
sino de todos los españoles que quieren continuar siéndolo, en un marco de
garantías
normativas en el que todos cedimos para que la inmensa mayoría pudiera convivir.
Y ello no resulta de una declaración de intenciones, sino de evitar que -como me
temo- se vaya cumpliendo esa misión histórica que aquel ilustre preso político
italiano consideró la base de una verdadera revolución cultural: hacer pasar
por actual y «normal» lo que sólo es la opinión de una minoría, cuando no el
deseo insepulto de un ilusorio anacronismo.