LA PALABRA CONTRA LA PIEDRA (Y 2)
Artículo de IÑAKI UNZUETA, Peofesor de Sociología de la UPV/EHU, en “El Correo” del 27/09/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Cuanto más dogmáticamente se impone en una
sociedad el peso de las imágenes míticas y de la tradición, menos espacio queda
para el trato reflexivo consigo misma y para una potencial revisión crítica de
la misma. En estas circunstancias, las personas capaces de lenguaje y acción se
ven exoneradas de la interpretación de la realidad, cayendo el peso de la
integración en la tradición y en las imágenes mítico-religiosas del mundo. De
ese mantillo sagrado nutre el nacionalismo sus raíces conservadoras y absorbe
dosis variables de savia reaccionaria, pues confiere un rango de sacralidad a
determinados elementos que se vuelven incuestionables porque 'están ahí' desde
tiempo inmemorial, son prelingüísticos y predemocráticos y no están sujetos ni a
deliberación ni a votación.
La aporía que agujerea el Proyecto
Empero, un nacionalismo encajado en el centro de Europa y que se considera
portador de unas reivindicaciones modernas y progresistas, esto no lo puede
fácilmente aceptar y tratará de enmascararlo. No puede renegar de sus fuentes
sagradas de legitimación, que son las que alimentan su alma nacionalista, pero
tampoco puede exhibirlas sin pudor, porque entonces dejaría al descubierto su
naturaleza regresiva. La verdad es que la solución es difícil, o mejor si
decimos que no existe solución, pues no puede construirse un modelo teórico que,
sin chirriar, acoja simultáneamente fuentes sagradas y profanas de legitimación.
No pueden articularse teóricamente una racionalidad sagrada y mítica con una
racionalidad postmetafísica y comunicativa que la critica. Esto es lo que le
sucede a la Ponencia Política de EAJ-PNV, que para su fundamentación tiene que
apelar con insistencia a fuentes sagradas, pero al mismo tiempo tiene que
presentarse como un partido democrático que no puede dejar a un lado los inputs
de legitimación que insufla la ciudadanía y que brotan de ese suelo profano que
se encuentra más allá de los lindes metafísicos. En esta sociedad abierta y
multicultural, en la que no existe unanimidad en torno a lo que fue y quiere
ser, tiene lugar una colisión de racionalidades: una racionalidad metafísica que
toma su fuerza de un pasado reinventado, frente a una racionalidad comunicativa
que filtra críticamente el pasado y lo ancla en el presente.
La lectura de la Ponencia Política de EAJ-PNV de 2004, y sobre todo la de 2000,
cuyas bases y principios ideológicos este partido considera vigentes, constituye
una excelsa muestra del darwinismo y organicismo conservador que la alimenta. Lo
importante es la totalidad, el ser nacional, el sujeto colectivo, real y con
existencia propia independiente de los individuos. La relevancia la tiene el
todo sobre las partes, acentuándose la naturaleza orgánica de los vínculos que
las integran (Consejo de partidos nacionalistas, Udalbiltza, etcétera) y que
garantizan la supervivencia del todo social, manteniendo de este modo una idea
sustantiva de la sociedad. Así, el capítulo I comienza diciendo sin tapujos que
«la capacidad de previsión del cambio o de adaptación a él es causa de la
perduración, del fortalecimiento o, sensu contrario, del debilitamiento de las
especies, de los grupos o de las personas» (Cap. I, 2000, p.2). Y luego todo el
cuerpo del texto está parcheado de citas y referencias a ámbitos y tiempos
sagrados, a mitos y a costumbres, a la patria, al ser colectivo y a la nación.
Una muestra de ello es este pasaje que sigue a una cita de Barandiarán que hace
referencia a la persistencia de un mismo grupo étnico en el país, y que afirma
sin recato que «los vascos somos supervivientes de la historia, y es nuestra
voluntad colectiva la que nos hace continuar siéndolo en el futuro. Para ello
hay tareas que los vascos de hoy hemos de priorizar en el mantenimiento y
profundización de nuestro ser como pueblo» (Cap. II, 2000, p. 12).
Obviamente, no pueden mostrar sin pudor esta orfandad teórica y desnudez
conservadora, y tratan de cubrirla con conceptos como libertad, solidaridad,
autonomía personal, igualdad de oportunidades o responsabilidad, que son como
hongos podridos que se deshacen en sus bocas. Como estos valores son concebidos
de una manera instrumental y subsidiaria respecto al núcleo teórico y al fin
primordial, que es el mantenimiento y conservación de la nación, todo el
conjunto queda abocado al desmoronamiento. Así, en la citada Ponencia, señalan
que «la solidaridad sólo es posible cuando existe un sentido de identidad común
y pierde sentido y contenido cuando (...) se desdibuja el papel protagonista de
la nación. La capacidad de sacrificio y la solidaridad desaparecen, y la nación
declina» (Cap. III, 2004, p. 49). Por ello, aunque en la citada Ponencia
Política se afirma que «tan real es la afirmación nacional como la diversidad
del entramado institucional y la pluralidad de identidades. Nuestro proyecto
político se sustenta en el conjunto de estos principios, sin primar unos sobre
otros», creo, sin embargo, que se trata de una afirmación hueca y retórica, ya
que el marco teórico está construido desde dos principios de racionalización que
dan lugar a fuentes excluyentes de legitimación. Ello da lugar a una
construcción aporética que mistifica y arruina el conjunto. Esta aporía se
manifiesta, y la contradicción se hace más explícita, cuando al aumentar el
nivel de concreción tienen que plasmar los contenidos teóricos en un proyecto
político concreto. Así, en el llamado plan Ibarretxe, sus mentores, rehenes de
esta ambigüedad, no pueden dejar de establecer la distinción conceptual entre
ciudadanía y nacionalidad. Y aunque en un principio se reconocen todos los
derechos y deberes al poseedor de la ciudadanía vasca, y se afirma que nadie
podrá ser discriminado en razón de su nacionalidad, no hay garantías de que en
una nueva vuelta de tuerca nacionalista no acaben segregados los infieles. Más
regresiva todavía, pero también más clarificadora, es la propuesta de Eusko
Alkartasuna, que, sin anfibologías, establece la misma distinción conceptual,
pero sólo concede plenos derechos al poseedor de la nacionalidad vasca. De una
vez y para siempre debería quedar claro y firmemente asentado que la validez
democrática de un proyecto político no se asienta sólo en la mayoría que pudiera
respaldarlo, sino también en el test democrático de un Estado de Derecho que lo
criba y que salvaguarda el derecho a iguales libertades y el derecho a iguales
derechos.
Coda
Alcanzado este punto, las preguntas que nos tenemos que hacer son las
siguientes: ¿El llamado plan Ibarretxe es una apuesta intermedia y estratégica?
¿Es posible la autocontención del nacionalismo? ¿Cabe la posibilidad de que,
fruto de un racional autoentendimiento, tenga lugar una evolución laica del
nacionalismo? ¿Ha desarrollado la sociedad vasca fuerzas críticas suficientes
como para agostar las raíces sagradas del nacionalismo? Las respuestas no son
sencillas y quiero ser prudente, pero en las actuales circunstancias y si
exploramos sus textos me inclino por el no, sobre todo cuando en la susodicha
Ponencia se afirma que «EAJ-PNV apuesta inequívocamente por el desarrollo de un
ámbito jurídico-político que abarque a todos los vascos y contenga el respeto
efectivo a su ser nacional y a la realidad histórica, cultural y lingüística,
así como el derecho a definir su propio futuro, su articulación interna y su
relación externa» (Cap. III, 2004, p. 18).
En Euskadi no se ha alcanzado todavía ese umbral de pensamiento postmetafísico
que libera a las instituciones de seguir nutriéndose de sustancias sacras. Aquí,
se encuentra firmemente asentado un complejo de convicciones que pretende un
tipo de validez que viene dotado de la fuerza de lo fáctico y de la autoridad
que proporciona lo sagrado. Y es esta facticidad de las convicciones sacras la
que limita la posibilidad de posicionarse ante las pretensiones de validez que
entabla un prójimo y la que cercena la libertad comunicativa.
El nacionalismo se construye con los materiales que recoge en el hontanar de la
religión, fosiliza la tradición y la historia y transforma su corazón en piedra:
mármol negro de Markina, caliza gris de Mañaria. El nacionalismo reafirma la fe
en los viejos fundamentos trascendentes y recorta el campo de la palabra.
Gabriel Aresti se fue joven y nos regaló un puñado de diamantes verbales que han
ido perdiendo brillo y belleza: «La casa en donde vivo / es ya tan vieja.../ Fue
labrada / con la primera piedra / de las montañas vascas». Aresti intentó
capturar el alma vasca con la explosividad de la palabra, pero el tiempo ha
engullido su obra y ha embotado su filo crítico, transformando sus poemas en
piedras. ¿Seremos ahora capaces de traspasar el umbral de expansión crítica de
la palabra o sucumbiremos de nuevo a la facticidad de los altares sagrados de
piedra?