GUSTE O NO GUSTE A EUROPA
Artículo de Lucrecio en “Libertad Digital” del 10.09.2003
Todo en el discurso europeo sobre el Cercano Oriente se
juega sobre una ficción que oculta apenas una inmoralidad blindada. La ficción
pone en escena dos entidades, supuestamente homologables, en conflicto: Israel y
Palestina. Y exhibe la civilizatoria voluntad de un Viejo Continente que se
esforzaría, humanitario, por tender puentes entre esas equivalentes realidades.
Bajo sus formas más perversas, tan benevolente sermón viene condimentado con
históricas referencias al común origen en el terrorismo de ambas naciones.
Arafat no es menos terrorista de lo que lo fue Menajen Beguin o Ariel Sharon,
concluyen. ¿Por qué hacer distingos? Es mentira, claro. Cualquiera que estudie
un mínimo de historia lo sabe. Pero da igual. Esa mentira sirve para blindar la
mayor oleada antisemita sobre Europa desde 1945. Y su eficacia es demoledora.
No, no son entidades homologables. Ni comparables siquiera. Israel es un Estado
democrático perfectamente convencional. República parlamentaria a la que nada,
en lo esencial, distingue de las del occidente de Europa. Un presidente electo
ejerce funciones de Estado no ejecutivas. El primero ministro gobierna en
función de las complejas alianzas a las que un sistema electoral
extraordinariamente favorecedor de las minorías fuerza. La independencia del
aparato judicial es plena, la garantía ciudadana total, el ejército está
herméticamente sometido a la autoridad política, y la libertad de expresión y
prensa no es ni mayor ni menor que en Europa o en los Estados Unidos.
¿Palestina? Una ojeada a lo sucedido con el mínimo intento de Mazen por
normalizar la situación puede servirnos de guía. Una constelación de milicias
armadas, entre las que se cuentan lo más aterrador del terrorismo internacional
islámico, tejen el poder de hecho. De entre ellas, una –los mártires de Al Aqsa–
es la milicia privada del Presidente Arafat, quien además detenta personalmente
el control del ejército, los servicios de inteligencia militares y civiles y la
casi totalidad de la policía. De garantías judiciales o libertad de expresión
nadie ha oído jamás hablar por esos horizontes. La condición ciudadana es ajena
al universo islámico.
Cuando Mazen aceptó formar gobierno para buscar la firma de un acuerdo de paz,
sabía que una determinación era previa: la disolución y desarme de esa maraña de
milicias terroristas y la toma del control militar y policial por un único poder
político, con la consiguiente desposesión de las atribuciones ejecutivas del
Jefe del Estado. Eso no se hace con buenas palabras. Ni se negocia. Se impone
con las armas en la mano. Las armas las tenía Arafat. Mazen se ha pasado cien
días suplicándole que las pusiera –al menos en parte– en manos de su responsable
de Interior, Mohamed Dahlan, probablemente el hombre más odiado hoy por el
rais palestino y el único dispuesto a aniquilar a Hamas, Yihad, FPLP y otras
excrecencias arafatistas. Perdió la batalla.
En el año 2003, ni un milímetro se ha movido Arafat de sus hipótesis terroristas
de los años setenta. Y es cierto que más de un Estado moderno ha nacido de la
dinámica previa de organizaciones y acciones terroristas. Pero, para que el
vuelco se consume, ha sido siempre preciso que, en un punto, el Estado se
sobrepusiera a la proliferación terrorista, liquidase sus organizaciones y
pasase a monopolizar legitimidad y fuerza. Sucedió en Israel como sucedió en la
República de Irlanda. No ha sucedido en Palestina. Ni es verosímil que suceda
mientras a Yassir Arafat le quede un aliento de vida.
Así son de verdad las cosas. Y a tal punto de desastre han llegado. Guste o no
guste a Europa. Pero por culpa también de Europa.