UNA SEMANA DECISIVA

Editorial de "La Vanguardia" del 26-1-03

EL Oriente Medio moderno ha conocido convulsiones extraordinarias en los últimos cien años. Su mapa, para empezar, es inseparable de dos fechas: 1918, cuando la derrota del imperio otomano en la Primera Guerra Mundial dejó la región en manos de franceses y británicos, que se la repartieron, y 1948, año del nacimiento del Estado de Israel, que rectificó el dibujo medioriental trazado con el tiralíneas colonial.

Ha habido otras fechas que no pueden considerarse menores. En 1956, la nacionalización del canal de Suez por Gamal Abdel Nasser provocó una intervención militar tripartita contra Egipto que fue el canto del cisne de los colonialismos británico y francés, entonces relevados en la zona por Estados Unidos. En 1967, una guerra relámpago de seis días permitió a Israel asestar un golpe mortal al panarabismo. En 1979, la revolución del ayatolá Jomeiny derribó con una mano uno de los dos pilares de Estados Unidos en el golfo Pérsico y con la otra desató las fuerzas del islamismo. Y en 1991, después de la invasión de Kuwait por Iraq en agosto de 1990, una coalición internacional encabezada por Estados Unidos y con el concurso de la mayoría de los regímenes árabes puso el petróleo en su sitio, dejó el mapa como estaba y abrió una línea divisoria entre los regímenes árabes prooccidentales y el fundamentalismo radical.

Ahora, a principios del siglo XXI, la región del golfo Pérsico, que los árabes llaman Arábigo, vuelve a ser escenario de una grave crisis, como hace doce años. Pero la situación no es exactamente la misma que entonces. En 1991 la razón fundamental para organizar una coalición internacional contra Saddam Hussein fue la violación del derecho internacional que Iraq consumó con la invasión de Kuwait. Ahora, después de los atentados del 11 de septiembre y de la guerra de Afganistán, el régimen de Saddam Hussein es el primero de la lista de un "eje del mal" con el que la Administración Bush ha clasificado a los países que, en su opinión, representan un desafío a la seguridad internacional, sea por patrocinar el terrorismo, sea por fabricar y almacenar armas de destrucción masiva. El petróleo, en cualquier caso, no es ajeno a la presente crisis, como tampoco lo fue en la de 1991.

La próxima semana será decisiva para comprobar si la guerra se aplaza o si será inevitable. Hans Blix, jefe de los inspectores de la ONU, presentará su primer informe preliminar al Consejo de Seguridad, que deberá decidir cuál será el siguiente paso: si una segunda resolución que autorice la guerra en el caso de que Iraq no cumpla con lo exigido en la resolución 1441, aprobada el pasado 8 de noviembre, o la ampliación del plazo para que continúen las inspecciones.

Desde que las investigaciones comenzaron, a finales del pasado noviembre, no se ha encontrado ninguna prueba de que el régimen iraquí fabrique o disponga de armas de destrucción masiva. Esto es lo que ha llevado a algunos miembros del Consejo de Seguridad a pedir un mayor plazo de tiempo. Estados Unidos, por el contrario, insiste en que el hecho de que no se haya encontrado la pistola humeante sólo indica que Bagdad ha vuelto a burlarse de los inspectores. En este contexto, la batalla diplomática se presenta enconada.


La brecha atlántica


La crisis iraquí puede desembocar en un cambio profundo del mapa político del Oriente Medio árabe, si Saddam Hussein es desalojado del poder, bien sea mediante una guerra unilateral desencadenada por Estados Unidos o bendecida por la ONU. Pero, de momento, lo que ha propiciado el conflicto es una ampliación de la brecha atlántica entre Estados Unidos y Europa. Los gobiernos de París y Berlín han renovado esta semana su pacto de 1963 con un compromiso de coordinar sus respectivas negativas a la guerra contra Iraq. El canciller alemán, Gerhard Schröder, ha reafirmado su negativa a votar, como miembro temporal del Consejo de Seguridad de la ONU, a favor de una resolución que autorice la guerra. Y el presidente francés, Jacques Chirac, ha reiterado su negativa a toda guerra que no cuente con la aprobación del máximo organismo internacional, el único capacitado para legalizar o no un conflicto. Estados Unidos y Europa están obligados a agotar las vías diplomáticas. Una guerra unilateral por parte de Estados Unidos sería un error y representaría un grave revés para las relaciones internacionales.



División europea


La posibilidad de una segunda guerra en el Golfo representa un doble desafío para Europa. Primero, en sus relaciones con Estados Unidos, y, segundo, en su interminable intento de dotarse de una política de defensa y exterior común. Ahora, en la víspera de una semana decisiva en la crisis, Europa aparece doblemente dividida: por una parte, porque los gobiernos de Londres, Roma y Madrid respaldan a la Administración Bush mientras París y Berlín se muestran contrarios a secundar los planes de Washington, y, por otra, porque países de Europa oriental que en el año 2004 ingresarán en la Unión Europea han decidido respaldar incondicionalmente a Estados Unidos, lo que les separa de Berlín y París, el eje sobre el que se ha construido la UE y que acaba de lanzar una serie de ambiciosas propuestas para reactivar el proceso de unión política de la comunidad.

La última ironía de esta crisis, en lo que respecta a la UE, es que las discusiones en el Consejo de Seguridad se producirán cuando Europa aporta a cuatro (Francia y Gran Bretaña como miembros permanentes y Alemania y España como miembros temporales) de sus quince integrantes. En estas circunstancias, una división europea sería un fracaso particularmente grave.

Saddam Hussein es un dictador que ha conducido a su país a dos guerras devastadoras. Ahora está emplazado ante otro posible conflicto de consecuencias imprevisibles para Iraq y para Oriente Medio. Pero un ataque unilateral, sin la aprobación de la ONU, sería dramático para todos.