¿PARADA DEL PÉNDULO? (I)
Artículo de UDGER MEES, PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UPV/EHU en “El Correo” del 28.09.2003
Este domingo, el Partido Nacionalista Vasco celebra una nueva edición de
su Alderdi Eguna, convocando a un gran número de afiliados y dirigentes en un
ambiente de carácter festivo, pero de claro significado político. Este
acontecimiento ya se ha convertido en un acto clásico en el repertorio del
partido nacionalista mayoritario de Euskadi desde que en 1976 se organizó por
vez primera debido, principalmente, a que la otra gran celebración, el Aberri
Eguna, con raíces históricas en la República, durante el franquismo y la
Transición había dejado de ser un evento vinculado exclusivamente al PNV al ser
compartido y asumido por otros partidos políticos. Faltaba, pues, un acto
simbólico de cohesión y reafirmación partidista determinado por una doble
finalidad: hacia fuera, demostrar la fuerza del partido; hacia dentro, se
trataba de escenificar la unidad de todos los jeltzales y de desplegar los ejes
básicos y esenciales del discurso político sin las molestas ataduras de la
realpolitik . Por ello, los discursos del Alderdi Eguna tradicionalmente se
ubican más en el lado de lo que el líder aberriano Elías Gallastegui denominaba
la «pureza doctrinal», aunque el día después el partido y sus dirigentes volvían
a la complicada arena de la política diaria con sus compromisos y oportunismos
necesarios. Las hemerotecas conservan múltiples ejemplos de este tipo de
discursos que generan grandes titulares y editoriales y cuyo icono más
característico son las famosas botas de monte que Xabier Arzalluz conserva para
esta ocasión.
Habría que buscar con lupa para encontrar en Europa un partido democrático con
características, trayectoria histórica y proyección política parecidas al PNV,
cuyo éxito a lo largo de ya más de un siglo radica en su particular combinación
entre radicalismo y ortodoxia, por una parte, y un fino olfato para las
oportunidades coyunturales, los compromisos, el posibilismo y la política de los
pequeños pasos, por otra. Son estos vaivenes del péndulo patriótico -título de
nuestra investigación sobre la historia del PNV (S. De Pablo/ L. Mees/ J.A.
Rodríguez Ranz: El Péndulo Patriótico )- que se encuentran en la base del éxito
político de este partido centenario. Hoy, en el Alderdi Eguna de 2003, cien años
tras la muerte del fundador Sabino Arana, muchos observadores se preguntan si el
partido mayoritario del nacionalismo democrático ha roto con su propia
trayectoria histórica, parando el péndulo en el lado maximalista y esencialista,
borrando de un plumazo todo el capital político acumulado durante tantos años
gracias al pactismo, al compromiso y al oportunismo, en el buen sentido de la
palabra. Partiendo de este interrogante, las reflexiones que siguen a
continuación pretenden aportar algunas ideas sobre el estado actual del
nacionalismo democrático, así como sobre sus retos de cara al futuro.
En los últimos tiempos, la coletilla de la deriva soberanista o incluso
separatista del PNV se ha convertido ya en un lugar común en los medios de
comunicación y en la vida política. Se sostiene que el partido de Arzalluz ha
abandonado su política autonomista para lanzarse abiertamente a un nuevo
proyecto político que pretende romper con el Estado e imponer su nuevo programa,
que no sería otra cosa que la construcción de un Estado propio. Aparte de otras
objeciones que se podrían hacer a este tipo de afirmaciones, cabe recordar que,
aun si fuera verdad que el PNV de 2003 es un partido abiertamente
independentista, eso no constituye ningún rasgo novedoso en su historia. Ni
siquiera sus líderes históricos más autonomistas, como Aguirre o Irujo,
descartaban la idea de alcanzar mayores cotas de autogobierno más allá del
Estatuto de 1936 si la situación lo permitía. Los ejemplos son múltiples, como
la idea de dar por muerta la Constitución de 1931 tras la derrota de la
República contra el fascismo franquista, el Consejo Nacional de Euzkadi en
Londres montado por Irujo durante la Guerra Mundial, los contactos con la
Alemania nazi -autorizados por Aguirre-, o también la campaña de obediencia
vasca , orquestada en 1939/40 por el primer lehendakari y la dirección de su
partido contra los consejeros socialistas, cuya desvinculación del PSOE se
pretendía.
El primer programa del partido, aprobado en 1906 y vigente sin grandes
alteraciones hasta la Transición, fijaba como meta de las aspiraciones políticas
la restauración foral, lo que para muchos jeltzales significaba -erróneamente-
la plena independencia, y para otros muchos algún régimen de autogobierno
autonómico. Lo que ocurre es que durante los más de cien años del partido, los
movimientos del péndulo patriótico, cuyos efectos son visibles hasta a nivel
personal de líderes como Aguirre o Irujo, se encargaban de pasar las ideas y
proyectos nacionalistas por un baño de realismo, abriendo así una perspectiva
política abierta y flexible, que permitía la corrección de errores y el diseño
de estrategias más orientada a ganar los sprints en las metas volantes -la
conquista diaria de objetivos parciales- que en el lejano primer puesto de la
clasificación general -la independencia-.
Por tanto, no es en el ámbito de los contenidos programáticos de la política del
PNV donde constato el peligro de hipotéticas rupturas o paradas del péndulo,
sino en el tema de la viabilidad democrática, o, lo que es lo mismo, el
contraste realista de las propias propuestas con el contexto en el que se
plantean. Analizadas con frialdad, ninguna de las propuestas que hasta ahora se
conocen del ya célebre plan Ibarretxe (cuyo texto definitivo todavía desconozco
al redactar estas líneas) es ni estrambótica ni per se antidemocrática. Todas
son legítimas, discutibles y también criticables desde diversos puntos de vista.
Si el Partido Popular lo ha convertido ya en una parte sustancial del eje del
mal -lo único que todavía falta por decir es que Ibarretxe es el Bin Laden
vasco- lo ha hecho no sólo por la incompatibilidad con su idea neo-autoritaria,
centralista y nacionalista de España, sino sobre todo por pensar que, paseando
al fantasma vasco por los diversos territorios del Estado, se ha descubierto la
vara mágica que le permitirá perpetuarse en el poder. Aunque en política nada es
imposible, en esta tesitura parece muy improbable que al día de hoy el PP entre
en ningún tipo de diálogo con una mínima voluntad de acercar posiciones.
Pero el PNV e Ibarretxe tienen enfrente también a su aliado histórico, al
socialismo vasco, y esto sí debería ser un motivo suficiente para replantear la
estrategia. Es cierto que la posición del Partido Socialista es enormemente
complicada por el marcaje férreo al que le someten los populares, pero no es
menos cierto que especular con la posibilidad de que los socialistas vascos
entren en una negociación sin nada a cambio no es sólo absurdo, sino un aviso
serio de que el corrector posibilista del juego pendular en el PNV está
seriamente averiado. Sin los socialistas es imposible alcanzar una mayoría
parecida a la del Estatuto de Gernika. Sin los socialistas es imposible aprobar
una propuesta de modificación del Estatuto en cada una de las tres provincias.
Ceder a la tentación de sustituir mayorías parlamentarias por una movilización
populista de la calle sería la peor de las salidas.
Tampoco la vía del Frente Nacional -también aquí hay antecedentes en la historia
del nacionalismo vasco- a través de un acuerdo in extremis con los
parlamentarios de Batasuna sería una solución, y eso no porque ese partido se
encuentre ilegalizado debido a una ley más que discutible, sino fundamentalmente
por dos razones: primero, porque sus dirigentes siguen sin distanciarse
públicamente de aquellos que ya desde hace tiempo se han constituido en el mayor
enemigo de la soberanía democrática de Euskadi y de sus ciudadanos: los
terroristas de ETA; y, segundo, porque este Frente Nacional sería un elemento
extraño en una sociedad plural y multi-identitaria como la vasca y, por lo
tanto, aun contando con una ligera mayoría de votos, no sería el mejor
instrumento político para construir el futuro de esta sociedad en paz y
democracia.
¿PARADA DEL PÉNDULO? (Y II)
UDGER MEES, PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UPV/EHU
Ayer, en la primera entrega de este artículo, sostenía
que el problema de la política del PNV no radica en su supuesta deriva
soberanista -que no es tal- sino en la operatividad democrática de sus
propuestas. Éstas deben ser contrastadas con el contexto en el que se presentan
y formuladas, en un acto de pragmatismo, de tal forma que sean susceptibles de
generar mayorías democráticas. Descartados en las circunstancias actuales y, por
diferentes razones, un entendimiento con el PP y la vía del Frente Nacional con
Batasuna, el camino más plausible, aunque no por ello menos difícil, es la
recuperación de un mínimo de confianza con el aliado histórico del nacionalismo,
el socialismo vasco. Es cierto que esto no será posible sin una mayor
predisposición del PSOE/PSE a actuar de una forma más autónoma del PP. Pero
tampoco será posible si los nacionalistas no restablecen en este punto el
equilibrio entre su proyecto político y la evaluación y articulación del mismo
acorde con las exigencias del contexto.
Un mecanismo muy valioso en la historia del PNV que solía contribuir a este
contraste entre proyecciones políticas y contexto real lo proporcionaba la
tensión entre el aparato del partido y su brazo institucional. A partir del
Estatuto de 1936, el reflejo institucionalizado de este mecanismo es la famosa
bicefalia de presidente del gobierno y presidente del partido. Cuando se celebra
el Alderdi Eguna de 2003, este mecanismo pendular parece mutilado porque el
verdadero liderazgo del nacionalismo democrático ya no lo forma un tándem, sino
Juan José Ibarretxe. Independientemente de si Xabier Arzalluz sigue o no alguna
temporada más a la cabeza del EBB, el lehendakari se ha hecho ya con el mando
del partido gracias a su gran e inesperado triunfo electoral de mayo de 2001, la
proyección de su plan, su buena imagen pública entre los suyos, así como los
efectos contrarios producidos por la demonización política y mediática puesta en
escena por la derecha.
Quizás con la única excepción del periodo inmediatamente posterior al milagroso
regreso de Aguirre tras su odisea por la Alemania nazi en 1941, que coincidía
con un EBB desorganizado y parcialmente encarcelado (Juan Ajuriaguerra), en la
historia del PNV no existe otro ejemplo de un dominio tan evidente del liderazgo
institucional. Es pronto para saber si está situación es sólo coyuntural o más
duradera, lo que dependerá mucho del futuro gancho electoral del lehendakari,
así como del resultado de la sucesión de Arzalluz. También es demasiado
prematuro especular sobre las consecuencias políticas de esta ¿temporal? parada
del péndulo en el lado institucional. Lo que sí parece enseñar la Historia es
que el tradicional marcaje mutuo entre aparato y brazo institucional ha sido una
fuente de múltiples conflictos internos, pero también - y eso es más importante-
un valioso mecanismo de autocontrol y autocorrección que ejercía de filtro en el
proceso previo al diseño y al lanzamiento público de determinadas estrategias
políticas. Si una de las dos partes adquiere demasiado poder, el peligro de
desactivar esta tensión productiva entre visión institucional y visión
partidista, la que es una de las bases del éxito del PNV, parece evidente.
Estaba redactando el capítulo final de un libro en inglés sobre la historia y
actualidad del nacionalismo vasco cuando el lehendakari presentó en sede
parlamentaria la primera versión de su propuesta. En las conclusiones de este
libro, que acaba de salir ( Nationalism, Violence and Democracy. The Basque
Clash of Identities , Palgrave-Macmillan 2003), abogaba por la revisión de
conceptos políticos a mi modo de ver caducos en la era de la globalización, en
la que ya ningún ente político es capaz de desempeñar ni una independencia ni
tampoco una soberanía completa al estilo del clásico modelo de Estado del siglo
XIX. Proponía el concepto de la cosoberanía como base de una convivencia
democrática, que superaba la tradicional visión de coincidencia entre Estado y
nación y concebía la cohabitación de identidades múltiples -incluso dentro de un
mismo ciudadano- no como un obstáculo, sino como una riqueza. En este sentido,
considero sinceramente que el lehendakari Ibarretxe camina en la dirección
correcta cuando basa su plan en esta misma idea de la cosoberanía. Sin embargo,
leyendo el texto y escuchando las declaraciones, se presenta un problema nada
desdeñable y que no tiene que ver tanto con lo que se dice, sino con lo que no
se dice. Y es que una verdadera cosoberanía -no sé todavía muy bien si esto en
realidad no es algún tipo de federalismo- requiere un proyecto común entre los
implicados, en este caso la comunidad vasca, el Estado español y la Unión
Europea, de manera que cada uno de los tres se sienta corresponsable con lo que
ocurre con las otras partes. Dicho de otra forma, España ya no debería ser
sentido como algo ajeno al nacionalismo vasco, sino como algo propio y
compartido, como una parte sustanciosa de la propia realidad nacional vasca, de
la que también forma parte su dimensión europea.
Ello requiere del nacionalismo vasco una revisión de su legítima política
reivindicativa mediante la incorporación de un proyecto de Estado (español) que
articularía de alguna manera esta idea de la corresponsabilidad y contribuiría a
restablecer unas mínimas cotas de confianza entre nacionalistas vascos y
políticos españoles. Así, por ejemplo, la entrada de nacionalistas vascos en el
Gobierno central, inaugurada por Manuel Irujo en 1936 y continuada por él mismo
entre 1945 y 1947, debería dejar de ser un tabú. Ni Irujo, ni Aguirre, a quien
Diego Martínez Barrio, a la sazón presidente de la República en el exilio,
incluso llegó a ofrecer la presidencia del Gobierno republicano, nunca dejaron
de ser fervientes y convencidos nacionalistas vascos, pero ellos supieron
combinar la fidelidad a sus convicciones políticas con la necesaria flexibilidad
para reaccionar sin dogmatismos y sin miedo a soluciones políticamente no
correctas ante los retos de cada momento histórico. Y aunque la historia nunca
se repita, es esta misma combinación, este mismo renovado juego pendular lo que
necesita el nacionalismo democrático, y la sociedad vasca en general, más que
nunca en estas fechas del Alderdi Eguna de 2003. El tiempo dirá si el
lehendakari y los dirigentes del PNV tienen la suficiente memoria histórica para
proseguir por esta vía de sus antecesores. De ello no sólo dependerá su futuro
éxito político, sino también buena parte de la democracia y del bienestar de
Euskadi.