CON
PLOMO EN LAS ENTRAÑAS
Artículo de ANTONIO MUÑOZ MOLINA en “El País” del
13/03/2004
Con un breve comentario al final:
CATALUÑA DA LA NOTA (L. B.-B., 13-3-04, 19:00)
Antonio Muñoz Molina es escritor
Por su
interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en
este sitio web. (L. B.-B.)
Cuando
se consiente vivir demasiado tiempo en el delirio el despertar es una
pesadilla. El sonido de las explosiones y de los timbres de teléfonos en la
mañana de marzo nos han despertado a la pesadilla inconcebible de un crimen de
una escala para la que no existe comparación en los últimos sesenta años de la
historia de Europa, pero yo no estoy seguro de que la crueldad de este golpe
sea suficiente para abrir tantos ojos y tantas conciencias empeñadas en no ver
la realidad y en seguir alimentando esa confusión espectral de delirios
colectivos en la que se ha convertido la vida pública española. Qué miedo da
ese teléfono que suena a deshoras, que irrumpe en el sueño y en la oscuridad o
salta como un disparo en la claridad todavía muy pálida del amanecer. Pero más
miedo que los teléfonos dan ciertas palabras y ciertos silencios, porque las
palabras matan con la misma eficacia que los disparos y hay silencios tan
preñados de infamia como las peores injurias.
Lo
que acaba de ocurrir en Madrid no habría sido posible sin muchos años de
palabras envenenadas y de silencios criminales, de delirios colectivos que se
han superpuesto a la realidad y a la razón con tanta eficacia como para convertir
en apestados a quienes no los comparten. Cuántos años de adoctrinamiento, de
veneno ideológico, de putrefacción moral, hacen falta para que unos cuantos
individuos nacidos en un país democrático y con alto nivel de vida se vean a sí
mismos como miembros heroicos de una patria oprimida, y puedan con toda
frialdad planear y ejecutar el asesinato de cientos de personas a las que no
han visto nunca, pero a las que consideran de antemano culpables, ni siquiera
humanas, merecedoras de morir destrozadas en el tren en el que acudían una
mañana cualquiera a su trabajo o a su lugar de estudio. Cuántas veces se les ha
enseñado en las escuelas, en los periódicos, en la televisión, a despreciar y
odiar ese lugar siniestro al que llaman "Madrid", pronunciando la
palabra con la adecuada entonación de sarcasmo y desdén, porque en ese Madrid
habitan los que no son como ellos, los que son inferiores, los que están al
otro lado de la divisoria feroz entre el nosotros y lo nuestro y la niebla de
todo lo que es ajeno y enemigo. Se ha construido fríamente el delirio, se ha
alimentado en los libros de texto, en los mapas, hasta en los púlpitos de las
iglesias. Se ha celebrado públicamente a los asesinos y se ha infamado a las
víctimas. Se han dedicado calles a los verdugos, se les ha canonizado como
encarnaciones de Cristo o de Che Guevara o de los dos al mismo tiempo: y
mientras tanto a sus víctimas se las ha condenado a la exclusión, se les ha
negado con saña hasta el consuelo de funerales religiosos, se las ha forzado a cruzarse
por la calle con los mismos que destrozaron sus vidas. A los que se empeñaban
en denunciar el escándalo de la persecución y la amenaza diaria en el País
Vasco se les ha acusado de aguafiestas, y progresivamente se les ha querido
arrinconar en la sospecha, cuando no en la directa culpabilidad: culpables de
extremismo, de oportunismo, de complicidad con la derecha, hasta de
beneficiarios del dinero turbio del poder. Las madres, que en cualquier
sociedad normal procuran inducir la templanza en sus hijos, en esa tierra han
azuzado con frecuencia a los suyos. Los adultos, en vez de alentar la
racionalidad en los más jovenes, los han intoxicado de odio. Y muchos de los
que no han dicho nada, de los que no han hecho nada, han preferido callar, por
comodidad o por cinismo, por dejarse llevar, por simple frialdad de corazón. Si
no participan en el delirio, se han instalado confortablemente en él. No corren
peligro, tienen las manos limpias y la conciencia tranquila. Nadie les va a
acusar de hacerle el juego a la derecha.
Porque
ese es otro de los delirios que han vuelto tan turbia la vida española: la
perversión según la cual es progresista el nacionalismo étnico y tribal y
reaccionaria la defensa de la Constitución y de las libertades civiles, del
mismo modo que parecen y se presentan a sí mismos como más de izquierdas los
que impúdicamente aspiran a romper la solidaridad común para quedarse los
beneficios íntegros de sus privilegios. Con argumentos de superioridad racial
en unos lugares, de sofisticación cultural y política en otros, se ha ido
creando un enemigo común que es ese estado central que representa y personifica
Madrid. Madrid es el espantajo al que se le puede atribuir la responsabilidad
de cualquier oprobio: del cautiverio de los vascos o de los infortunios de los
catalanes, del atraso de Andalucía, de la postergación de Canarias, de la marea
negra del Prestige o la pobreza de Galicia, de todo aquello que
desbarató la felicidad original de cualquiera de las comunidades ancestrales
que en los últimos veinticinco años se han ido creando en España. La palabra
Madrid la he oído pronunciar con odio en San Sebastián y con cultivado desdén
en Barcelona. Parecería que en Madrid sólo viven opresores, explotadores,
policías, gente burda y racista cuya única obsesión en los últimos dos siglos
ha sido la de conspirar contra la libertad y el progreso de los nobles pueblos
periféricos.
Es
un delirio conveniente: le permite a uno disfrutar de las ventajas de una
perfecta inocencia, y de un enemigo lo bastante vago y a la vez lo bastante
preciso como para atribuirle la culpa de todas nuestras desgracias.
Al
fin y al cabo, en Madrid está la sede del Gobierno central, contra el que
cualquier insulto es legítimo, y al que se presenta no ya como un Gobierno de
derecha, que lo es, sino como una prolongación de la dictadura franquista.
Leyendo los periódicos, escuchando a algunos locutores de radio, a algunos
artistas o literatos que se han erigido en adalides de una presunta rebeldía
popular, se diría que este Gobierno no llegó al poder después de unas
elecciones libres, sino en virtud de un golpe de Estado. Se ha dicho y se ha
escrito que el partido que ahora gobierna es idéntico a los terroristas en su
extremismo o en su inmovilismo, que es el de los mismos que asesinaron a García
Lorca y de los que cantaban el Cara al Sol. Se ha dicho, se ha escrito,
se ha repetido cualquier cosa, mezclando la verdad con la mentira, los motivos
justos de discordia y de rechazo con las acusaciones más insensatas: el
resultado ha sido una ruptura de los elementos más primordiales de la concordia
civil, una deslegitimación del Estado que no mina a este Gobierno, sino al
edificio mismo de la democracia. Y en esa confusión resulta que un botarate que
ha infamado la representación popular que ostentaba para chalanear no se sabe
qué con los cabecillas de los asesinos aparece como un campeón de la tolerancia
y el diálogo, y ve aumentar plebiscitariamente los votos de su partido,
mientras que a los defensores de la legalidad se les presenta como a peligrosos
extremistas; y a un hombre recto y valeroso como Fernando Savater se le
calumnia y se le impide hablar en una Universidad, mientras que a cínicos que
vivieron confortablemente en el franquismo los envuelve un prestigio de
rebeldía; y una mujer socialista que ha visto asesinado a su hermano en el País
Vasco viaja a Madrid para presentar un libro sobre el coraje y el dolor de su
familia sin que ni un solo cargo público de su partido haga acto de presencia;
y lo más selecto de los directores de cine del país rueda una película sobre
las más de treinta variedades del oprobio que nos azota en estos tiempos y
ninguna de ellas tiene que ver con el terrorismo; y se denuncia la falta de
libertad de expresión y la manipulación de las televisión pública sin mencionar
si quiera a quienes en el norte han perdido la vida y a los que se la siguen
jugando por decir en voz alta lo que piensan, ni encontrar censurable la
manipulación de esas televisiones oficiales cuya principal tarea es la de
propagar las formas más extremas del delirio nacionalista. Vi muy de cerca, un
septiembre de hace casi tres años, cómo otra ciudad muy querida para mí era
golpeada por el terror: pero allí no hubo nadie que no se volcara de corazón en
el auxilio y en el consuelo de las víctimas, nadie que tuviera la desvergüenza
ni la inhumanidad de justificar a los asesinos o de instalarse en una
equidistancia que volviera más o menos iguales a los que mataron y a los que
murieron, a los inocentes y a los culpables. Fui testigo de actos de una
entereza y un coraje cívico que se han repetido en este día de luto y de horror
en Madrid, y me di cuenta de que nada es más frágil que la vida humana, nada
más fácil de destruir que los delicados mecanismos que mantienen en marcha una
ciudad, la rutina diaria de quienes la habitan, la gente de bien que va a su
trabajo cada mañana y que no tiene la culpa de los delirios homicidas, de los
fantasmas sanguinarios que surgen del fanatismo religioso o ideológico. Hace
unos años, uno de los más desalmados envenanadores de la convivencia
democrática en España declaró con su habitual mueca de desprecio, hablando del Guernica
de Picasso, que a los "vascos" (sic) les habían tirado las
bombas, y que los cuadros se los quedaban "esos de Madrid". Ahora
Madrid ha sufrido una calamidad tan criminal como las que provocaban durante la
guerra los bombardeos de la aviación fascista: se ve que algunas bombas,
después de todo, también nos tocan a nosotros, y que como entonces se ceban en
los barrios pobres, en la gente trabajadora, en los más inocentes. En noviembre
de 1936, según el poema de Antonio Machado, Madrid sonreía "con plomo en
las entrañas", y en medio del dolor era la fortaleza popular que resistía
gallardamente la agresión del fascismo. Hay demasiado plomo, demasiada metralla
en las entrañas populares de este Madrid que madrugaba para las obligaciones y
las dignidades del trabajo, para el heroísmo menor de todos los días, cuando
los emisarios del crimen asaltaron la ciudad con una fría decisión genocida.
Pero uno quisiera que esta pesadilla tan amarga y real sirviera al menos para
despejar en algunas conciencias la niebla del delirio: para que no se sigan
repitiendo tantas palabras intoxicadoras, tantos silencios de endurecido
cinismo, tantas mentiras, tanta frivolidad intelectual y política. Como aquel
11 de septiembre en Nueva York, quizás la facilidad espantosa de la destrucción
nos ayude a cobrar conciencia del valor de lo que tenemos, de lo preciosa y lo
frágil que es esa trama de actos, de costumbres, de tareas, de sobreentendidos,
de concesiones mutuas, que es la materia misma de la vida y de la libertad
humana.
No
olvidaremos y no perdonaremos. No dejaremos que se esconda en la impunidad
ningún asesino, que se borre en el anonimato de las cifras la cara o la identidad
de ninguna víctima. Ésta es una promesa que me hago a mí mismo: no permitiré
que nadie, en mi presencia, infame o ponga en duda la dignidad de los que ahora
sufren, no aceptaré delante de mí más palabras embusteras o cínicas que
enturbien la clara línea de separación entre los inocentes y los verdugos, no
me rozaré con nadie de quien tenga la sospecha de que se ha infectado con su
cercanía.
BREVE COMENTARIO: CATALUÑA DA LA NOTA (L. B.-B., 13-3-04, 19:00)
Estos días en que a uno se le nubla la vista y se le quiebra la
voz con frecuencia por el dolor compartido, conviene no obstante mantener la
cabeza fría y atisbar los peligros que se van avizorando entre las nieblas de
la tristeza. Y a pesar de la gran manifestación de solidaridad de ayer en
toda España y en Cataluña, quiero denunciar los comportamientos de algunos
sectores en esta última.
Vamos mal en Cataluña, y cada vez se van
manifestando más hechos en la dirección de la degradación antidemocrática, sin
que nadie ponga ningún medio para evitarlos: Hace dos o tres años que
existe uno o varios grupos del nacionalismo radical que se dedican a impedir la
actividad cultural en el interior de la Universidad boicoteando las
conferencias de gentes como Savater, Martínez Gorriarán, Juaristi, Mora o Vidal-Quadras;
durante la guerra de Irak, algunos partidos políticos y los genios ambulantes
de la cultura se dedicaron a asediar e incluso agredir al PP, con adjetivos
como asesinos, fascistas y otros; ERC ha puesto en marcha la política de vetar
cualquier pacto con el PP, a la cual se ha sometido el PSC sin ser capaz de
defender la democracia y ni tan siquiera la autonomía propias. Por cierto, que
uno se pregunta si eso es compatible con el pacto por las libertades y contra
el terrorismo o si es que el PSC va a seguir una política de alianzas distinta
al PSOE a nivel de Estado. Y por último ---de momento--- en la manifestación de
ayer contra el terrorismo algunos sectores la desviaron contra el PP.
En Cataluña existen grupos nacionalistas
radicales que cada vez se aproximan más al fascismo, sin que nadie mueva ni un
dedo para impedir esta deriva. ¿A dónde nos conduce ésto? Hacia atrás, hacia la
degradación de la democracia y al intento de imponer por la fuerza y mediante
malas artes las orientaciones de unos grupos sobre otros y sobre la sociedad.
Eso no es democrático, ni de izquierdas. ¿Será capaz la sociedad catalana de
despertar de la anestesia y darse cuenta del riesgo?