LA LECHUZA DE MINERVA
Artículo de BENIGNO PENDÁS, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 14/08/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
No
es fácil la vida para el intelectual. Ardua tarea: leer y escribir; decir (no
sólo hablar) y escuchar (no sólo oír); pensar, incluso. Compromisos de lectura:
los clásicos, las novedades, la imprescindible relección... Nunca hay tiempo:
menos mal que nos ayudan las revistas de libros y los suplementos culturales.
Escribir mucho, demasiado, por afición o por conveniencia, en formato grande,
mediano y pequeño, casi siempre de improviso. Hablar, a todas horas, a los
alumnos (cada día menos) o en los medios (cada día más). Opinar, sobre lo divino
y lo humano, a favor de unos y en contra de los demás, para alcanzar perfil
propio. Pensar, decía. Sí, pero... ¿En qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y además, ¿para qué?
Sufrido intelectual prolífico y polivalente, artesano de las letras en busca de
gloria efímera. Hijo de la vanidad, acólito de ricos y poderosos, vive de
conjuntar palabras viejas y de repintar los blasones, al modo machadiano, de
alguna ocurrencia feliz, a veces propia pero la mayoría ajenas. Es difícil ser
original, porque los grandes, maldita sea, ya lo habían dicho hace siglos y
entre los iguales siempre aparece alguno con más ingenio. Te admiro un poco y a
ratos te quiero, colega y amigo, hipócrita, hermano...: no olvides citar aquí a
Baudelaire, porque luego te acusan de plagio. Quieres ser libre como nadie y sin
embargo eres prisionero de infinitas convenciones.
El intelectual moderno, huyendo de frustraciones, proclama su compromiso.
Palabra maldita. Tomar partido; luchar por la justicia cósmica; como no existe,
inventar algo. Acechan enemigos múltiples: el científico, que le desprecia; el
político, que le utiliza; el empresario, que acaso paga, pero siempre le ignora.
Para devolver el golpe, encierra en el laboratorio al titular de las ciencias
empíricas; clama por la revolución; odia sin disimulo al capitalista. Busca
ejemplos del pasado y adora el tiempo de los escribas y letrados, mandarines y
sacerdotes de cualquier religión imperante, vanguardias del proletariado. Todo
sirve con tal de tocar poder. Se pone serio y dogmático: «no me agrada discutir
y nunca me río», decía el nihilista de Dostoievski, en «Los endemoniados». Un
paso más y se vuelve loco: «si Dios no existe, yo soy Dios». Quiere dar cuenta
de todo, encerrar la vida en su cárcel de conceptos. Ama la plenitud. Como ya
sabía Hegel, la lechuza de Minerva sólo emprende su vuelo al anochecer. Es un
«abogado del Todo», escribe Claudio Magris en algún lugar recóndito de su viaje
por el Danubio. Ha encontrado ya su causa nuestro antipático heredero del poder
espiritual, vacante -como tantas cosas- en la sociedad postmoderna. ¿Cómo
ejercerlo?
Lo primero y principal es hacerse de izquierdas. Perdida la lucha de clases (que
tampoco es la suya), debe vencer en la batalla de las ideas. Abrazar la causa
progresista garantiza el éxito mediático y algunas migajas menores cuando
gobiernan los propios. Con un poco de suerte, también sirve de adorno cuando
triunfa el adversario: ya habrá tiempo de pasar factura a los reaccionarios por
su generosidad. Imprescindible ser antiamericano: si gana Bush, con mayor
motivo; cuando gane Kerry, si es que tal cosa sucede, no va a cambiar casi nada.
El multiculturalismo está de moda y añade buen tono. Pero cuidado: el asunto del
Islam ofrece hoy día perfiles contradictorios, porque no conviene dejar
resquicio a la duda sobre las bombas del 11-M. Apuntes para el buen socialista:
democracia cívica; discriminación positiva; republicanismo, con nombre adaptado
para la franquicia española. Últimamente, hablar mal de la Iglesia vuelve a
estar bien visto. Los más inteligentes procuran sustraer a la derecha la
herencia de la Ilustración y la hermosa palabra «liberal». Pequeños cambios: en
caso de necesidad, lanzan algún alfilerazo al paraíso soviético y llaman
«anacronismo» al régimen de Fidel Castro. Objetivo final: dejarse ver cerca del
poderoso y lograr cuotas de presencia mediática. Así, con tan poca cosa,
mantienen alejada a la derecha (opresora, pero mansurrona) del poder espiritual
que determina el comportamiento, también electoral, de las infinitas clases
medias. Cuando fallan los anclajes de la rutina vulgar, mandan los intrigantes
que dominan hoy día los resortes de la conciencia. Grave peligro, aunque nadie
parece preocuparse. Acierto en la gestión, fracaso en la teoría: he aquí la seña
de identidad del centrismo políticocontemporáneo.
No tiene remedio la figura tópica de nuestro intelectual, porque necesita ser
líder por sí mismo (léase, inflamar a la opinión) o bien predicar la recta vía
desde el partido de los elegidos. Ya sé que en este punto procede citar a Zola
primero y a Gramsci, después. Deber cumplido. Es imprescindible buscar
alternativas. El pensador genuino prefiere la austeridad porque acepta los
límites de la condición humana y admira el milagro cotidiano de una convivencia
medio en paz. Rechaza las utopías, pero cumple con esfuerzo generoso en la vida
diaria. Aplica un saber honrado; se empeña en la obra bien hecha; pone esmero y
pulcritud en el discurso. Otorga un valor instrumental a los bienes materiales.
Contempla con prudencia el artificio de la gloria vana. Sobre todo, siente
recelo ante el poder y desconfía del halago interesado. Admira a Virgilio por su
deseo destructivo de la pieza magistral que cree imperfecta. Rechaza el
argumento falaz del Augusto: la obra de arte sirve para consolidar el Estado.
Cuando flaquea, lee de nuevo el diálogo maravilloso entre el «Princeps» y el
poeta, que recrea Hermann Broch en la mejor ( tal vez) novela del siglo XX.
Allá, en el puerto de Brindisi, llega la nave más suntuosa, con su proa
reluciente, que porta solemne la tienda del César entre velas de púrpura. En
cambio, sobre la nave siguiente, viajaba el autor de la «Eneida», y en su frente
estaba escrito el signo inequívoco de la muerte.
«Lectio divina», como se practicaba en los monasterios medievales. Lectura
sosegada, silencio respetuoso, amor a la sabiduría. Sobre todo: la verdad como
único objetivo Verdad modesta, limitada, insegura; siempre con aristas, a veces
contradictoria. Verdad liberal, en sentido genuino, sin disfraz totalitario ni
envoltura ampulosa. No sabemos casi nada. Nunca habrá justicia perfecta. Muchas
preguntas van a quedar sin respuesta. Pero tenemos la vida, nada menos; algunas
formas exquisitas; la condición dignísima que nos otorgan la bondad y la
belleza. Hay que luchar contra la traición de los intelectuales, aunque me
consta que molesta el viejo libro de Julien Benda. Pecan de ambición y de
soberbia, porque quieren controlar y planificar sin límites. Aplican la razón
constructivista, pero olvidan que el ser humano actúa movido principalmente por
emociones y sentimientos. Cuando imagina que piensa, se limita muchas veces a
traducir prejuicios odiosos y a reproducir lugares comunes. Incluso el patriarca
del racionalismo echa la culpa a una suerte de diablo maligno de todo aquello
que no encaja en sus conceptos claros y distintos. Para discurrir en abstracto,
los filósofos modernos prescinden de la naturaleza individual que nos
caracteriza: «posición original», dicen Rawls y sus seguidores, pero no es
verdad: tal cosa no existe.
¿Y la vanidad? Los mejores siempre consiguen ser reconocidos. No es culpa de
nadie si los mediocres caen en el olvido. Pero la gloria aparece donde triunfa
la sinceridad y se oculta el interés. Pobre y enfermo Virgilio: «No sé ningún
nombre». Gracias al muchacho, su interlocutor: «Padre mío, los sabes todos. Has
dado su nombre a las cosas. Están en tu poema».