LAICISTAS E INTEGRISTAS: DOS IGNORANCIAS ANTROPOLÓGICAS QUE SE NECESITAN
Artículo de José Ramón PIN ARBOLEDAS en “La Razón” del 28/09/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El formateado es mío (L. B.-B.)
Desde que Huntingtong publicó «El choque de las civilizaciones» (1996), con los
acontecimientos terroristas y bélicos de estos años, la religión como factor
decisivo está en el centro del debate. La palabra integrismo, referida al
islamismo, en particular al de origen salafista (Jordan, J. 2004), es
imprescindible en cualquier análisis de la situación política internacional.
Pero el integrismo no sólo es musulmán. Muchas religiones han tenido y tienen
movimientos integristas que pretenden la imposición de usos y costumbres que
supone derivados de la lectura de sus principios religiosos a toda la sociedad.
La organización política queda subordinada a la religiosa. En su forma moderada
tolera la convivencia con comunidades reducidas de otras religiones como
minorías en permanente proceso de conversión. En la radical, utilizará la
violencia para lograr el establecimiento de estas normas «sagradas» a todos.
Lo curioso es que hace más de dos siglos, la tendencia en Occidente ha sido
la contraria. Intentar eliminar de la vida social la religión: el movimiento
laicista. En su versión radical impulsando su desaparición incluso de la
conciencia individual. En su versión moderada reduciendo su existencia a esa
esfera íntima. El ser humano, según los laicistas moderados, tiene derecho a
practicar su religión. Pero, de ello no puede derivarse ninguna acción social.
El Estado será neutral y aséptico, evitando toda mención a la religión
particularmente en la educación y las manifestaciones públicas. En sus versiones
más radicales llegó a justificar la persecución violenta de los símbolos y
personas religiosas, como forma eficaz de evitar una «contrarrevolución».
Sin embargo, cuando parecía que el triunfo de los laicistas moderados estaba
a punto de ser global, a partir de mediados del siglo XX, empieza a reaparecer
con fuerza el integrismo en sus más variadas modalidades. ¿Es como dice Kepell
«la revancha de Dios» (1994)? ¿Cuáles son las causas? Las ciencias que nos
pueden aportar pautas para el buen ordenamiento de la sociedad humana, la
sociología y la política, no pueden ser ajenas a la antropología. Si de la
sociedad humana se trata, lo primero es conocer al hombre. Sin un conocimiento
realista del mismo, que aporta la antropología, será quimera una ciencia sobre
algo formado por personas. La antropología realista nos indica que el ser humano
tiene tres niveles o estadios: a) el soma, o compuesto fisicoorgánico; b) la
psique, o estadio de los procesos mentales; y c) el espíritu, o nivel de la
búsqueda de sentido que trascienda a la propia persona. Esto no es sólo una
afinrmación religiosa; Victor Frankl (2001) y su logoterapia (1996) es un
exponente de esta antropología realista, procedente de la ciencia médica y
psicológica.
Es sobre esta realidad sobre la que se asientan las relaciones entre las
personas que constituyen una sociedad. Cualquier estructura basada en una
antropología que no tenga en cuenta estos tres niveles, o no entienda bien
alguno de ellos, será inconveniente para la persona humana y, tarde o temprano,
producirá tensiones. En mi opinión, el laicismo y el integrismo, ambos, vulneran
la esencia del hombre. Por eso producen sociedades anómalas, estructuras
opresoras en uno u otro sentido. Los laicistas radicales quieren erradicar la
parte espiritual del hombre reduciéndola al nivel de psique. Por eso, son
incapaces de conseguir el éxito de sus tesis. No existe ninguna sociedad en la
que se haya podido erradicar completamente las manifestaciones espirituales. Ni
en los regímenes comunistas de la Europa del siglo pasado. Menos aún, existen
sociedades en la que se haya eliminado todo vestigio religioso de todos sus
componentes. El laicismo radical ha sido un fracaso histórico. Lo es por
desconocer una de las dimensiones del hombre. Sus planteamientos no son
realistas.
Los laicistas moderados desconocen, al menos, la dimensión social de la parte
espiritual del hombre. Desde que en el siglo XIX los ingleses desarrollaran la
antropología práctica, se sabe que todas las sociedades humanas han desarrollado
actividades sociales derivadas de sus creencias espirituales y religiosas
(Foster, G. M. 1974). Es una constante en todas las civilizaciones históricas y
lugares geográficos el reconocimiento colectivo de la limitación del
conocimiento humano y la búsqueda del sentido de la vida más allá de los datos
empíricos. Es el convencimiento de que lo más irracional del mundo es basar toda
una sociedad sólo en la razón, cuando esta no es omnisciente, ni lo puede ser.
Lo curioso es que el laicismo supuestamente «racional», por propia naturaleza es
«irracional» en su dimensión social y política al negar la relevancia social del
hecho religioso.
El integrismo, por el contrario, reconoce la parte espiritual del hombre. La
incorpora, tanto en sus versiones radicales como moderadas, a la estructura
social. Pero se olvida de dos partes singulares de la dimensión psíquica. En
efecto, el integnismo, de manera conceptual o práctica, reduce a uno los tres
elementos de la psique. La psique tiene tres elementos básicos: la inteligencia
racional, la libertad volitiva y el componente emotivo-sentimental. El
integrismo reduce los tres a este último. Pide que la persona rinda su
inteligencia a la sabiduría superior del líder espiritual y, por ende, que le
entregue su voluntad a él o sus colaboradores. A cambio le promete una
experiencia emotivo-sentimental profunda.
Los integrismos no pueden tener ciencia teológica, tal como se entiende en la
cultura occidental. La Teología, como nos enseña Tomas de Aquino, es aplicar la
luz de la razón a los principios religiosos para entenderlos mejor, depurarlos
de adherencias extrañas y sacar consecuencias prácticas. Juan Pablo II lo expone
con claridad en su encíclica «Veritatis Splendor». Para Juan Pablo II el trabajo
de los Teólogos Moralistas es esencial para clarificar cada vez mejor los
fundamentos bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas
que sostienen la doctrina moral ...» (1994, 138). Pero el integrista no permite
la especulación racional sobre los principios. Sólo hay una interpretación
inmutable y eterna. No hay ningún tipo de evolución. Menos aún en las costumbres
y usos sociales. De ahí que muchos integrismos acaben siendo, tarde o temprano,
arqueologías religiosas. Con todo, el integrismo es sólo socialmente peligroso
si se transforma en organización política. Si permanece en el nivel religioso es
dañino para quienes aceptan sus prácticas, porque les reducen su libertad de
pensar, no para la sociedad. Sin embargo, es muy difícil que el integrismo no
sea expansivo y no tienda a pasar de la esfera religiosa a la política.
Pero si están tan equivocados, ¿por qué aparecen con tanta fuerza en la
historia ambos tipos de movimientos sociales? Una posible explicación es la
llamada «ley del péndulo social».
Los excesos de uno de los errores conducen a la aparición del otro. El
desprecio de los valores religiosos de los lalcistas occidentales, pudo dar
lugar a la aparición de brotes integristas en los países musulmanes. El empeño
de imponer valores culturales ajenos a su experiencia religiosa, primero con las
armas en la época colonial y luego con los productos culturales, produjo la
reacción. Por contra la aparición del laicismo militante también pudo deberse a
los excesos de intolerancia de determinados dirigentes políticos sirviéndose de
las ideas religiosas para sus fines terrenales (Delong, J.B.). Cuando el
integrismo penetra en las estructuras sociales y se convierte en un fenómeno
político la reacción no tarda en aparecer. Primero tímidamente y luego con
fuerza. Las aspiraciones de los jóvenes iraníes de la actualidad es una muestra
de ello. Los integnstas, por tanto, pueden auto-justificarse por la existencia
de los laicistas y, los laicistas por la existencia de los íntegristas. Dos
errores que se necesitan mutuamente. El triunfo aparentemente dominador de uno
de ellos puede ser la semilla del otro. La histeria anti-occidental de los
regímenes musulmanes de origen integrista indica que en un mundo global las
reacciones pueden ocurrir a kilómetros de distancia. En ese caso el integrismo
es una especie de vacuna preventiva ante la presunta agresión de una cultura más
poderosa, debido a su producción cultural y su capacidad comunicativa. La
reacción francesa ante la «guerra de los velos» en las escuelas, es la vacuna
ante costumbres que "enganchan" con base a profundas creencias personales. Los
deseos de intervenir en los discursos de los imanes de las mezquitas de los
países de occidente son un germen de reacción laicista e injerencia del Estado
en la religión, bajo la excusa de evitar el integrísmo islámico de los
violentos.
Además, junto con las raíces de ideales, religiosas o intelectuales, de uno y
otro movimiento hay también muchos otros intereses. Económicos: muchas aventuras
coloniales del siglo XIX y XX tenían parte de su justificación en la supuesta
aportación modernizadora del laicismo metropolitano que beneficiaría a las
colonias; la revolución de Jomeini benefició a los comerciantes de los bazares
amenazados por las políticas liberalizadoras del comercio; el Walihabismo
Salacista de los príncipes saudíes que permite el status de una casta de
poderosos, los gobernantes más ricos del planeta, puede degenerar en el
Yihadismo terrorista de Al Qaida (Jordan, J 2004, 55); y los imperios mediáticos
e intelectuales laicistas occidentales son los mayores beneficianios en términos
monetarios de la expansión de su cultura. Los radicales puros no prosperan,
acaban teniendo que aliarse con los que tarde o temprano sacaran provecho
económico o político de su triunfo. La tercera dimensión de la persona, el soma
y sus necesidades materiales impone también sus leyes.
La fórmula para evitar ambos errores es sencilla y antigua. Hace veintiún
siglos la definió una simple frase: «Dar al Dios lo que es de Dios y al César lo
que es del César». La separación entre la autoridad civil y la autoridad
religiosa es una de las conquistas de las modernas sociedades occidentales.
Kernal Ataturk, el reformador turco fue uno de los pocos líderes de un país
musulmán capaz de ponerlo en práctica con cierto éxito estable, quizás porque el
imperio del que salió la moderna república turca siempre tuvo un germen de
laicidad, como asegura Toynbee. Esperemos que dure. Para ello la entrada de
Turquía en la Unión Europea puede ser un apoyo. La laicidad frente al laicismo
es la capacidad de entender bien la frase evangélica. Porque esa separación no
quiere decir indiferencia entre las instituciones políticas y las religiosas.
Entonces se caería en el laicismo. Laicismo que, como enseña la historia, tarde
o temprano es el germen del integrismo.
En realidad la separación debe ir de la mano de la cooperación de acuerdo con
las circunstancias sociales de cada país. La utilización de las instituciones
religiosas para labores solidarias con la ayuda del estado o el soporte de la
democracia por parte de las instituciones religiosas son señales de una sociedad
sana en este aspecto. Muy importante, también, es la libertad religiosa y el
impulso a la misma; y ahí nos encontramos con el eterno debate español: la
enseñanza de la religión en la educación primaria y el bachillerato. Resolverlo
con equilibrio y eficacia no es sólo un problema religioso, es también una
prioridad social y política. Si los actuales dirigentes políticos españoles se
equivocan, lo que en la actual España supone el riesgo de caer en un sesgo
laicista, estarán sembrando el germnen de aquello que se quiere evitar, del
integrismo.
José Ramón Pin Arboledas es profesor del IESE