LAS LÁGRIMAS DE MARI

 

  Artículo de PILAR RAHOLA en “El País de Cataluña” del 07.06.2003

Dolores, la madre de mi ex marido, nació en un pueblo de Jaén, Campillo de Arenas. Recuerdo que cuando lo conocí me pareció un pueblo duro y arrogante, forjado en esa dualidad tan propia de la Andalucía que no se pasa el día en el Rocío y en la Feria de Abril, sino en el seco esfuerzo de una feroz lucha por la supervivencia. Esa lucha que ha definido toda su historia. Gente fuerte, orgullosa y, al mismo tiempo, frágil, obligada a dejar raíces, sentimientos y familia para embarcarse en aventuras laborales de horizontes lejanos e inciertos. Mucho hemos hablado de ellos desde que Candel marcó el punto de inflexión de la nueva Cataluña. Pero hemos hablado muy poco de sentimientos, de llanto, de desgarro interior, más entretenidos en poner hilo a la demagogia, fuera ésta la gramática de un lado de la plaza, fuera la del otro. También sobre la emigración se ha hablado demasiado y, a veces, demasiado mal. En algunos casos, se ha usado como ejemplo de la Cataluña de las maravillas, capaz de absorber miles y miles de personas sin ningún bostezo. No es cierto, pero lo hemos dicho. En otros casos (y tenemos algún notorio ejemplo reciente), se ha usado como trapo sucio para embadurnar la cara del pujolismo, intentando dibujar una especie de nacionalismo étnico que hubiera excluido de la Cataluña ideal a toda la emigración. Tampoco es cierto, y también lo hemos dicho. De Pujol a Maragall, de los Montilla a los Comas, la emigración se ha convertido, muy a menudo, en una especie de pelota que nos tirábamos a la cabeza para beneficio de la coyuntura política. Y sin embargo, y a pesar de los discursos, creo sinceramente que no lo hemos hecho demasiado mal. El mérito es compartido. Unos, los recién llegados, dejándose la piel en ese nuevo espacio vital que ya sería, definitivamente, su espacio; trabajando en las zonas límites del trabajo; luchando en el día a día de los barrios periféricos improvisados; intentando, a pesar de todo, entender eso que se llamaba Cataluña. Los otros, los que estábamos, aprendiendo a convivir con la nueva cultura que nos llegaba a raudales, aún sin depurar de tan masiva, caótica, pero creativa. Por supuesto, en el aprendizaje hemos cometido errores de bulto, excesos dialécticos, hasta hemos tejido serias incomprensiones. Pero el resultado es mucho mejor de lo previsible en el momento del encuentro. Cataluña es hoy la suma de lo que suma, que somos todos. Y nadie, más allá de los imaginarios enfermizos, puede dibujar otra Cataluña. Ni los que sueñan con un país vacío de la riqueza multicultural, hueco en las oquedades estériles del uniformismo, ni los que, pasados de rosca emocional, sólo ven la Cataluña emigrante. Ha habido mucha demagogia de la mala, mucho uso y abuso, y hasta ha habido negocios económicos de postín en nombre de la emigración. Casi nadie, sin embargo, se ha parado en las lágrimas de la Mari, esas lágrimas que mi ex suegra Dolores, en la soledad de su piso de Badalona, dejaba caer cuando se ahogaba de miedo, de aislamiento, de nostalgia. Crecía su familia en un entorno que no entendía, hostil y distante, y su mundo se reducía a sus recuerdos y a sus vacaciones de retorno a esa patria querida que era su pueblo andaluz. Lo importante de la emigración ha sido eso: la enorme generosidad de sentimientos, de emociones, de miedos superados que ha dejado sobre la piel de Cataluña cada emigrante, cada ciudadano que un día vino para quedarse. Y nos mejoró.

¿Aprenderán nuestros líderes políticos de ello? Sé que a los Pujol les preocupa el nivel de catalán que hablan los viejos y los nuevos emigrantes. A mí también, porque amo esta lengua milenaria y débil, mucho más frágil de lo que parece. Pero me preocupa en la medida en que me preocupa la responsabilidad compartida de todos, viejos y nuevos catalanes, y no echando las culpas a las personas que vienen de fuera. El catalán no está enfermo por culpa de la emigración, sino por la suma de culpas, algunas notoriamente políticas, que unos y otros han acumulado desde despachos oficiales. No se equivoquen, nuestros queridos patriarcas, a la hora de señalar responsabilidades lingüísticas: puede que algunos notorios queden muy tocados. En todo caso, rotundamente, ni las Maris ni mi Dolores tienen la culpa de nada.

También es público que a los Maragall les preocupa el nivel de "salud integradora" de los discursos nacionales. Pero también en ello hacen trampa porque muchos de los suyos han jugado con las zonas límite de la demagogia, han impulsado patriotismos baratos y se han puesto sombreros andaluces como confrontación a las barretinas. Y ello también es soez, también ha sido irresponsable.

En medio de todos ellos, las Dolores y las Maris de la emigración han sido las grandes heroínas. Sin entender mucho, lo han entendido todo, han conjugado el verbo sobrevivir con una dignidad de hierro y han forjado un nueva cultura casi de la nada. La demagogia ha resbalado en su dura piel de supervivientes y el resultado ha sido una sociedad que se puede mirar a la cara. Pero recordemos que debajo de la piel de la Cataluña actual ha habido mucho sudor y mucha lágrima. Nada es gratis y la nueva Cataluña ha pagado impuestos de lujo: el impuesto de miles de personas que se fueron de su casa, que lloraron en soledad su miedo, que sudaron como cabrones con los sueldos del hambre y que de todo crearon un presente digno. Por eso son más verdad las lágrimas de la Mari que las palabras de los notables. Sobre las lágrimas se ha construido un país. Sobre la demagogia sólo se construye el vacío.