TIEMPO DE ESTRÉS
Artículo de LUIS ROJAS MARCOS en “El País” del 28.05.2003
Luis Rojas Marcos es psiquiatra y ex presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York.
Hace unas semanas, Edward, un amigo que dirige una firma de inversiones en Wall Street, me llamó para invitarme a almorzar. Ya por teléfono me adelantó que llevaba un par de meses muy preocupado con la creciente intranquilidad y crispación que detectaba en él mismo y en sus colegas. Quería saber mi opinión sobre la situación y algún consejo para aliviarla. Durante el almuerzo, días después, este competente hombre de negocios, de 58 años, me explicó, en su habitual lenguaje afable y directo, que por primera vez en muchos años estaba notando conflictos en las relaciones entre sus compañeros. Ejecutivos de temperamento sosegado respondían con gran indignación a bromas banales o a provocaciones sin importancia, mientras que otros, normalmente de talante extravertido y jovial, se mostraban reservados, taciturnos o incluso deprimidos. Según él, veteranos inversionistas que hasta hacía unos meses permanecían imperturbables ante los más pronunciados altibajos de las cotizaciones de Bolsa, ahora reaccionaban con evidente angustia y frustración ante la menor oscilación de un par de puntos.
Edward y compañía sufren estrés. Este término, que comenzó a emplearse el siglo pasado en el campo de la física para definir el impacto de una fuerza exterior sobre un objeto, es hoy una palabra universalmente usada para describir la tensión emocional provocada por circunstancias o coyunturas agobiantes. En realidad, un cierto grado de estrés es inevitable en la vida diaria y, si es benigno o de poca intensidad, yo diría que es incluso saludable. Nos mantiene en forma y nos vigoriza, al estimular la producción de dopamina y otras hormonas relacionadas con experiencias excitantes. Todos respondemos a los cambios que se producen continuamente en nuestro entorno. El calor nos hace sudar y el frío, tiritar; los embotellamientos de tráfico nos exasperan; las derrotas de nuestro equipo favorito nos desaniman, y los fracasos escolares de nuestros hijos nos desvelan. Pero los efectos de la gran mayoría de los contratiempos cotidianos son pasajeros. No pocas noches nos vamos abrumados a la cama y despertamos alegres al día siguiente.
También es verdad que ciertos infortunios, como la muerte de un ser querido, la ruptura de una relación importante o el padecimiento de una enfermedad grave, pueden socavar nuestro entusiasmo durante mucho tiempo. No hace falta leer la historia bíblica de Job para admitir que una racha de calamidades quiebra el talante más esperanzado y feliz.
Lo que hace que la preocupación de mi amigo Edward merezca una consideración especial es que ilustra una dolencia muy extendida en la actualidad, relacionada principalmente con la agudización generalizada de la conciencia de vulnerabilidad, incertidumbre e indefensión. Estudios epidemiológicos recientes revelan que en muchas naciones de Occidente la proporción de hombres y mujeres afligidos por síntomas de estrés maligno, como la ansiedad, la irritabilidad y el decaimiento de ánimo, ha aumentado casi el 40% en los últimos 24 meses. Aunque no poseo datos sobre la incidencia de esta aflicción entre los habitantes de países de Oriente, no me sorprendería nada si, dados los terribles acontecimientos que están viviendo muchos de ellos, el incremento fuese aún más pronunciado.
Cada día, nada más abrir los ojos, somos vapuleados por amenazas y sucesos sobrecogedores que están totalmente fuera de nuestro control; desde el terrorismo internacional suicida a la mortífera neumonía atípica que se extiende por el mundo, pasando por la plaga recalcitrante de violencia y miseria que azota a los pueblos del sur de Asia, Oriente Próximo y Latinoamérica, o la desastrosa economía mundial caracterizada por la corrupción de directivos de empresa, las bancarrotas, las pérdidas masivas de los ahorros de toda una vida y los despidos multitudinarios.
Al salir a la calle es difícil librarse de ver algún signo de alarma: policías dotados de máscaras antigás, soldados con ametralladoras guardando edificios públicos, o colas de coches esperando ser inspeccionados en los múltiples controles instalados en los centros neurálgicos de las ciudades. Tampoco pasan muchos días sin que escuchemos advertencias apocalípticas en boca de algún predicador o líder político recordándonos que cualquiera, en cualquier momento, puede ser relegado al olvido por una bomba funesta, una nube de gas letal o algún virus indomable. Y si un ser querido sale de viaje, casi nadie puede evitar preguntarse en silencio si regresará sano y salvo.
El sentido de futuro está profundamente arraigado en los seres humanos. De ahí que la sensación de controlar razonablemente nuestro programa de vida sea tan importante para el equilibrio mental. Precisamente cuanto más incapaces nos sentimos de planificar el mañana y más incierto nos parece el porvenir, más espacio dejamos abierto para que la inseguridad nos invada y conmocione el cimiento vital de la confianza. Bajo estas condiciones es normal que pongamos nuestro sistema de conservación en estado de alerta permanente. El inconveniente de la vigilancia continua es que nos impide relajarnos, nos agota y nos predispone a sufrir ansiedad y depresión. Algunas personas buscan alivio con tranquilizantes o alcohol, lo que a veces les permite insensibilizarse temporalmente o dormir unas cuantas noches. Pero una vez habituadas a estas sustancias, vuelven a caer en la zozobra.
Las raíces de la capacidad humana de adaptación se nutren del instinto de supervivencia que todos llevamos en nuestro equipaje genético. Hay también aspectos de la personalidad que nos facilitan la aclimatación a las presiones del medio, como por ejemplo la valoración positiva de uno mismo, la disposición optimista, el sentido del humor, la espiritualidad y el carácter sociable y comunicativo.
Pero junto a estas defensas heredadas o adquiridas existen estrategias eficaces que podemos llevar a la práctica para mitigar el estrés. En primer lugar, es importante estar bien informados. Cuando estamos estresados, lo que nos imaginamos casi siempre es peor que la realidad. Enterarnos de qué es lo que verdaderamente está pasando y cuál es la mejor forma de responder a la situación nos mantiene con los pies sobre la tierra. Una información equilibrada y fiable, que separa los hechos de las especulaciones, es indudablemente provechosa. Esto no quiere decir que tengamos que pasar horas y horas siguiendo las noticias. Someterse a un bombardeo repetido de sucesos amenazadores resulta contraproducente, pues no sólo fomenta temores obsesivos y nos lleva a conclusiones globales abrumadoras que no nos dejan ninguna salida, sino que, además, nos roba un tiempo valioso que podríamos dedicar a diversificar nuestro día y a distraernos con tareas gratificantes. Conservar la rutina diaria es una buena fórmula para defendernos del estrés, y buscar placeres sencillos nos protege. En palabras del poeta libanés Jalil Gibrán: "En el rocío de las cosas pequeñas, el corazón encuentra su alborada y se refresca". También está ampliamente demostrado que el ejercicio físico disminuye la tensión nerviosa y nos revitaliza. Veinte minutos de actividad moderada, a lo largo del día, son suficientes.
Particularmente beneficioso es compartir nuestro estado de ánimo con otros. Las inquietudes, como las alegrías, están hechas para ser compartidas. Gracias al lenguaje, ningún ser humano es una isla. Contar a personas de confianza lo que nos turba es una forma saludable de organizar las ideas y de tranquilizarnos. En este sentido, las relaciones con otras personas constituyen el mejor antídoto contra los efectos perjudiciales del estrés. Quienes se sienten parte de un grupo solidario -bien sea una pareja, la familia, las amistades o una organización cuyos miembros se apoyan mutuamente- superan los sentimientos de desasosiego e inseguridad mucho mejor que aquellos que carecen de una red social de soporte emocional.
Cualquier reflexión seria sobre el estrés de nuestro tiempo nos obliga a enfrentarnos con la fragilidad y la impotencia que sentimos ante las complejas fuerzas sociales y políticas que nos acosan y que somos incapaces de controlar. A la vez, sin embargo, nos revela el hecho reconfortante de que los seres humanos debemos nuestra posición de privilegio en la Tierra a la extraordinaria capacidad de adaptación y recuperación que hemos demostrado de sobra a lo largo de milenios.