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Cabe muy bien hablar
del final de la socialdemocracia, al haberse evaporado los contenidos
específicos que la diferenciaban de los demás partidos, que antes llamábamos
burgueses y que ahora denominamos conservadores, populares, democristianos,
o simplemente de centro-derecha, y haber desaparecido el modelo de partido
de clase que inventó la socialdemocracia a finales del XIX, reconvertida hoy
en un partido interclasista sin otra perspectiva, al igual que los demás
partidos con los que compite, que ganar elecciones. El hecho básico del que
tiene que partir cualquier reflexión sobre la situación actual de la
socialdemocracia es que en objetivos, organización y militancia poco o nada
se diferencia de los otros partidos mayoritarios. A comienzos del siglo XX
la línea divisoria entre partidos socialistas y partidos burgueses era de
trazo grueso; a comienzos del siglo XXI se ha esfumado por completo. El
diagnóstico hay que completarlo diciendo que se oyen ya los primeros
balbuceos de otra izquierda muy distinta, cuyos rasgos principales todavía
no cabe discernir con claridad.
El último modelo socialdemócrata, ahora agotado, se había configurado después de la II Guerra Mundial con el paso del Estado social al Estado de bienestar. Los laboristas ponen en marcha el programa de nacionalizaciones anunciado (el Banco de Inglaterra, la minería del carbón, la electricidad, el transporte), a la vez que desarrollan el Estado social hasta convertirlo en el Estado de bienestar (Welfare State), denominación que alude al salto cualitativo que implica el pasar de los seguros de enfermedad, accidente de trabajo, vejez, maternidad (Estado social), a la ayuda social que establece la National Assistence Act, con una cantidad semanal garantizada para todo aquel que la precise, y con la National Health Service Act, el servicio médico gratuito para todo el mundo. Pero donde el modelo socialdemócrata llegó a su mayor perfección, tropezando ya con límites difíciles de franquear, fue en Suecia. La originalidad de la socialdemocracia sueca en el poder consistió en que renunciara a la nacionalización de la gran industria, pese a tenerla prevista en su programa. En vez de nacionalizaciones, con los problemas que conlleva la gestión estatal de las empresas, el instrumento principal de una política social, encargada de acortar las diferencias, recayó en la política fiscal. El fracaso del laborismo británico se debió al amplio espectro de nacionalizaciones, mientras que el éxito de la socialdemocracia sueca en buena parte se explica por haber dejado la economía en manos privadas, centrándose el Estado en una política de igualación social, tan amplia como innovadora, que financia con los impuestos. El modelo socialdemócrata se desploma en Suecia, como en el resto de Europa, en el momento en que no logra mantener el pleno empleo, con lo que no le queda otro remedio que renunciar al Estado de bienestar. El paro lo ha convertido en impagable: el subsidio de desempleo termina por llevarse la parte del león en el gasto social. Falto de recursos, no hay ya proyecto social innovador que valga. Con un paro permanente próximo a los dos dígitos, la socialdemocracia europea no tiene otra meta que luchar contra él y evitar el desmantelamiento del Estado social, pero sin un programa claro de cómo recuperar el pleno empleo, ni alternativa que oponer a las privatizaciones de los servicios sociales que propone el liberalismo dominante. El desempleo masivo de los los años veinte y treinta llevaron a la socialdemocracia al poder. El desempleo que se originó en la recesión de comienzos de los setenta, ha terminado por sepultar el Estado de bienestar que construyó la socialdemocracia entre los años cincuenta y setenta. El modelo se vino abajo cuando el keynesianismo dejó de mostrarse operante en la lucha contra el desempleo, y hubo que elegir entre una inflación que, si seguía aumentando el gasto público, amenazaba dispararse, o aceptar el desempleo como inevitable. La única posiblidad que tenía el modelo socialdemócrata para mantener el pleno empleo era controlar las inversiones, de modo que se tuviera en cuenta, además de la rentabilidad, la incidencia en el mercado de trabajo. Una medida que llegó a debatir la socialdemocracia sueca, pero que no se atrevió a aplicar, dada la reacción violenta que habría que esperar de los dueños del capital que no se dejarían arrebatar la libre disposición de su propiedad. Un movimiento como el socialdemócrata, que había convertido el reformismo gradualista en parte de su identidad, no podía dar un paso revolucionario de tal envergadura sin barruntar siquiera todas las gravísimas consecuencias que se derivarían. La caída del bloque soviético convirtió al planeta en un solo mundo en el que cabía invertir por doquier, según las ventajas que ofreciera cada localidad. La internalización del proceso productivo pone en cuestión los fundamentos mismos de la política socialdemócrata, aplicable únicamente en el interior de un Estado, capaz de ordenar el mercado. La clase obrera vive un proceso de disolución, fragmentada en sectores con intereses, cultura, formas de vida muy diferentes, y sin la protección de las grandes organizaciones de clase, justamente en un momento en que los dueños del capital no divisan enemigo que tomar en consideración. Obsérvese que la economía clásica ha vuelto a prevalecer sobre la keynesiana en cuanto la relación de fuerzas entre las clases ha vuelto a ser la que fue. De la socialdemocracia no queda hoy más que el nombre, cuya gestión posibilita aún llegar al poder a los propietarios de marca tan prestigiosa; su debilidad se muestra en que nada ofrece que no ofrezcan también los demás. |
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