¡DEMOCRACIA PARA LOS ÁRABES!
Artículo de KENNETH W. STEIN en “La Vanguardia” del 14.12.2003
Qué desorden reina en el mundo árabe! Países cuya superpoblación va por delante
de su crecimiento económico. Cuyo sistema educativo se recrea no en el
pensamiento crítico, sino en la memorización. Cuyas mujeres siguen siendo
ciudadanas de segunda clase. Donde las denuncias de corrupción, nepotismo y
fragilidad de los regímenes imperantes se hallan a la orden del día. Donde
dirigentes autocráticos retardan el ritmo de las reformas políticas. Donde se
sofocan los esfuerzos de la sociedad civil para desarrollarse y prosperar. Donde
quedan en evidencia los dirigentes por su común falta de valentía y su fracaso a
la hora de determinar una orientación positiva para sus pueblos. Donde la falta
de control árabe sobre el destino árabe se ceba en los propios países. Por más
que avance la globalización, los estados árabes se benefician escasamente de
ella. La frustración sobre el porvenir ha suscitado un sentimiento de
desesperación que ha llevado a un 38 por ciento de la juventud árabe masculina a
manifestar un fuerte deseo de abandonar la región para buscar en otro lugar una
vida distinta, sobre todo en Europa.
Lo que antecede no son análisis de un “neocon” del equipo de Bush ni de un
simpatizante del sionismo ni de un “orientalista” que sólo ve el mundo árabe a
través del prisma de los valores occidentales. Se trata, por el contrario, de
oportunas consideraciones expresadas por comentaristas, analistas, sociólogos e
intelectuales todos ellos árabes. Léase el recientemente publicado “Informe
sobre desarrollo humano en el mundo árabe” y cotéjese con su homónimo publicado
hace un año. Los problemas que acusa la sociedad árabe aparecen casi a diario en
las páginas de los periódicos de lengua árabe de todo el mundo. Y estos
problemas y cuestiones no son achacables a George W. Bush, a Tony Blair o al
fracaso en solucionar la cuestión palestina. Y mientras la gravedad de estos
problemas clama por un cambio, nosotros, en calidad de observadores a quienes
preocupan sus consecuencias, seguimos titubeando temerosos de que la defensa de
la democracia se interprete como neoimperialismo.
¿De dónde procede esta confusión? Para expresarlo con claridad, tanto personas
como Estados se encuentran en la tesitura de decidir y modelar su identidad
colectiva. Se trata, en cada caso, de hallar el punto de intersección donde la
modernidad, los valores democráticos y los derechos individuales enlazan con la
tradición, los privilegios autocráticos y la salvaguarda de los derechos de la
comunidad. Consta en los anales que un líder tribal de Afganistán, al expresar
su punto de vista sobre la viabilidad de un gobierno en su país, afirmó:
“Queremos democracia, pero sólo si es conforme a la ley islámica”.
Desde que Napoleón puso sus pies en Egipto en 1798, Oriente Medio ha reaccionado
de forma habitual frente al poderío económico, material y militar de Occidente.
Durante el último cuarto de siglo, tanto el ritmo como el grado de interacción
del mundo árabe con Occidente ha aumentado, debido en gran medida a la
vertiginosa transmisión de ideas a través de Internet y las comunicaciones vía
satélite. En un principio, la presencia colonial occidental implicó la
salvaguarda del statu quo en el caso de los imperialistas británicos, franceses
e italianos. En Egipto, en el decenio de los años ochenta del siglo XIX, el alto
comisionado británico dijo que “el buen gobierno es mejor que el autogobierno”.
Posteriormente los líderes tribales, las principales familias residentes en
medio urbano y los terratenientes se alinearon con los colonialistas para
salvaguardar su propia autoridad y mando sin al mismo tiempo apreciar
contradicción alguna entre la defensa del nacionalismo autóctono y de la
libertad política respecto de los mismos colonialistas. Cuando las potencias
imperiales levantaron el campo a mediados del siglo pasado, la nueva generación
de líderes árabes que había tomado el poder, en lugar de abrir sus sociedades a
una mayor participación ciudadana, propició la creación de unos servicios y
fuerzas de seguridad omnipresentes en la sociedad, unos partidos dominantes en
la escena política y unas nutridas fuerzas armadas al propósito de movilizar al
pueblo y retener el poder. En los años setenta y ochenta del siglo XX, el auge
de la riqueza derivada del petróleo permitió que algunos regímenes se
mantuvieran en el poder por un plazo adicional. En estas áreas del planeta, unos
pocos controlaron a la mayoría. Asombrosamente, los dirigentes árabes
permanecieron durante decenios en el poder a pesar de importantes derrotas
militares y de lo que el comentarista egipcio Abdel-Moneim Said ha calificado de
“espantosos desastres políticos”.
A finales del siglo pasado, los problemas externos cimentaron de hecho la
cohesión política y sirvieron de excusa para retrasar los cambios sociales y
políticos, neutralizándolos uno tras otro. Israel logró infligir una enorme
derrota material y psicológica al mundo árabe en la guerra de junio de 1967. La
idea y concepto esencial del panarabismo y el nacionalismo árabe –la destrucción
de Israel– se reveló una cáscara vacía desprovista de fundamento. Un decenio más
tarde, cuando el presidente egipcio, Anuar el Sadat, hizo las paces con Israel
declaró que los intereses nacionales de Egipto se hallaban por encima de los
intereses panárabes o de la causa palestina. Cuando Israel invadió Líbano en
1982, el mundo árabe apenas movió un dedo para ayudar a la OLP.
Estos hechos constituyeron el preludio de un periodo de dos decenios, aún sin
finalizar, en el que el antagonismo árabe hacia Israel y el apoyo a la causa
palestina siguen atrincherados en irritados editoriales de prensa, cumbres
estériles y control editorial. La incapacidad de los estados árabes para actuar
conjuntamente ante la invasión de Kuwait a cargo de Saddam Hussein en 1990 o
para encontrar una solución fuera de una guerra en marzo de 2003 demostró la
inepcia de los líderes y de la Liga Árabe. Aunque los líderes árabes se
regocijaron de la caída de Saddam, no es de extrañar –en el caso de los
dirigentes árabes– la ausencia de apoyo y defensa del llamamiento de Bush en
favor de la democracia. ¿Por qué iban a querer compartir el poder, a abrir de
par en par sus sociedades y distinguirse claramente de la trayectoria de sus
predecesores en el poder?
Aquí es donde revisten importancia los éxitos y logros registrados en
Afganistán, en Iraq y entre los palestinos para instaurar un proceso pluralista
de adopción de decisiones. No ha de tratarse necesariamente de democracia tal y
como nosotros la entendemos; únicamente debe haber un mayor grado de
participación de los ciudadanos a la hora de decidir su futuro sin el palo de la
brutalidad amenazándoles de forma cotidiana.
Lo que me pasma es que numerosos países europeos sigan mostrándose renuentes a
comprometerse en la senda de una construcción de Iraq o sigan elogiando a
Arafat, indudablemente un autócrata que, como se ha señalado, ha desviado fondos
europeos de ayuda en provecho personal. ¿No le interesa a Europa propiciar
gobiernos más estables allí donde la estabilidad equivalga a inversión
económica, donde el crecimiento económico frene la ola inmigratoria árabe?
Estados Unidos ha comprometido 20.000 millones de dólares en la reconstrucción
de Iraq, una suma cinco veces superior a lo que Israel y Egipto reciben entre
los dos anualmente en concepto de ayuda externa estadounidense. ¿A qué se ha
comprometido la Unión Europea? George W. Bush no es el único en haber hecho un
llamamiento en favor de un movimiento destinado a instaurar una sociedad
democrática en Iraq, entre los palestinos y en otros puntos del mundo árabe;
quienes solicitan ayuda son los propios árabes. Deberíamos prestar atención a lo
que el autor de un artículo publicado en el periódico jordano “Al Dustour”
señaló en mayo de este año: no hay razón alguna para “posponer la democracia en
el mundo árabe”.
Una vía democrática en Iraq o en otros puntos del Oriente Medio árabe no
solucionará la lista de problemas para llevar a la lavandería. Sin embargo,
existe aún una oportunidad para ayudar a los pueblos árabes sin caer en el
paternalismo. En el caso de quienes observan la escena desde la línea de banda,
renunciar a esta oportunidad revelará claramente su arrogancia y altivez, su
egoísmo miope y también –tal vez– incluso su talante discriminatorio y racista.
Dado que España puede ofrecer una lección singular y memorable sobre una
transición exitosa y moderada de un régimen autocrático a una democracia
efectiva, su Gobierno debería ser elogiado por el apoyo prestado a la
construcción de Iraq.
K. W. STEIN, profesor de Historia de Oriente Medio y de
Ciencia Política de la Universidad de Emory, Atlanta (EE.UU.)
Traducción:
José María Puig de la Bellacasa