LAS DOS ORILLAS DEL ATLÁNTICO

Artículo de ROBERTO TOSCANO en "El País" del 10-10-02

Roberto Toscano es diplomático italiano.

Ocurre de vez en cuando que de la abundante producción de la prensa política sobre temas internacionales, un ensayo consigue destacar por ser capaz de captar un momento particular, de dar voz a una preocupación concreta sentida hasta entonces de forma poco articulada y difusa. Sin duda, éste es el caso del artículo de Robert Kagan 'Power and weakness' ('Poder y debilidad'), publicado en Policy Review, en el número 113, de junio de 2002.

La clave de interpretación que nos propone Kagan para comprender la actual (difícil) fase de las relaciones entre Estados Unidos y Europa es extraordinariamente 'clásica'; vuelve a poner en el centro del discurso el tema de la potencia. Nos dice en esencia que cada uno tiene no sólo la política, sino también la psicología de sus propios medios, y que por tanto sería inútil buscar en una intrínseca 'particularidad europea', en términos de principios y civilizaciones, las raíces de la evidente renuencia de los países de la UE a recurrir a los medios militares para perseguir sus propios intereses, y en particular tutelar su propia seguridad. Nos recuerda que cuando los europeos poseían una capacidad militar preponderante, eran todo menos reacios a su empleo y que, al contrario, cuando eran débiles y se sentían amenazados, eran los norteamericanos los que deploraban el uso de la fuerza y cantaban las alabanzas del derecho internacional.

Pero aunque el 'clasicismo' de la tesis de Kagan es capaz de ejercer un notable atractivo, también existe el riesgo de que haga que nos deslicemos hacia la que es la más fatal tentación de las ciencias sociales: el factor único, es decir, la simplificación de todo lo que es inevitablemente complejo.

Que hay un problema serio entre las dos orillas del Atlántico ya no es ningún misterio, pero sería demasiado fácil, y creemos que poco justificado, atribuirlo únicamente a un desequilibrio de potencia entre Estados Unidos y Europa. El desequilibrio existe, y de qué manera (basta pensar en las capacidades militares efectivas, más que en los presupuestos de defensa), pero el núcleo del malestar tiene menos que ver con las cifras que con la forma en que la potencia norteamericana se concibe y se ejerce hoy en día.

Actualmente, el aspecto más delicado de las relaciones EE UU-Unión Europea está representado sin duda alguna por Irak. Hay, obviamente, motivos subjetivos que explican la problemática de la cuestión; en concreto, diferentes valoraciones no sólo sobre la legitimidad y sobre los objetivos realizables, sino especialmente sobre los costes y las consecuencias de una acción militar. Pero también existe el problema de las sospechas cruzadas.

Para muchos europeos, en la medida en que EE UU ha decidido atacar, ninguna renuncia o acción positiva por parte de Sadam Husein serviría para hacerles cejar en su decisión de llevar a cabo, por medio de una acción militar, un 'cambio de régimen' en Bagdad. Los estadounidenses parecen estar convencidos de que no hay nada lo suficientemente negativo, en las acciones u omisiones del dictador iraquí, como para convencer a los europeos (exceptuando a los ingleses) de que ha llegado el momento de una acción militar. Dicho de otro modo, las sospechas europeas sobre el 'militarismo' norteamericano son relativamente proporcionales a las sospechas norteamericanas hacia el apaciguamiento europeo.Se trata, como es evidente, de una deriva extremadamente peligrosa que ambas partes harían bien en intentar detener e invertir en su mutuo interés.

Si decimos 'ambas partes' es porque, aun con todas las críticas que se pueden hacer a las tendencias unilateralistas de EE UU, no hay duda de que ciertas actitudes que se registran en Europa respecto al uso de la fuerza militar despiertan no pocas reservas.

El hecho es que Europa aún no se ha aclarado del todo a sí misma, antes que a sus interlocutores, qué entiende por 'potencia civil'. A pesar de todos los cambios, a pesar de lo que se ha dicho y se empieza a hacer sobre la Política Exterior, de Seguridad y Defensa Común, a pesar de la experiencia en los Balcanes, aún existe la tentación de ver a Europa en el papel del 'policía bueno' de la pareja euro-atlántica, dejando a Estados Unidos el ingrato deber de hacer de 'policía malo'. Nosotros hacemos la nation-building [construcción de Estados], la ayuda al desarrollo, la tutela de los derechos humanos, y ellos, cuando no se puede evitar, luchan. Claro que las cosas no están exactamente en estos términos, que se trata de una caricatura esquemática ya abandonada de hecho. Y, sin embargo, psicológica y políticamente, hay aún fortísimas rémoras, en Europa, frente a una plena aceptación de todas las consecuencias (desde los presupuestos de defensa hasta las estrategias concretas) de lo que 'hemos dicho que haríamos'.

El concepto de 'potencia civil' no debería por ello desecharse; creemos que hay algo que debe preservarse, y que esa nación en realidad indica una diferencia político-psicológica que, sin intención de ofender a Robert Kagan, tiene motivos que van más allá de un simple hacer de la necesidad (o, mejor, de la debilidad) virtud. Europa, hoy (una Europa que ha aprendido algo de las trágicas lecciones de su propia historia), es estructuralmente una 'potencia civil' en cuanto que obra sobre la base de una doble premisa tanto conceptual como institucional: la seguridad y la defensa están integradas en la política exterior, y no se relacionan con ella en una secuencia; y la política exterior, a su vez, se integra con toda la estructura de la Unión, y se concreta a través del ejercicio de toda su gama de actividades.

La 'norma base' que regía las relaciones internacionales durante el casi medio siglo de guerra fría ha cambiado radicalmente y hoy se llega cada vez con mayor frecuencia a plantear la 'cuestión del imperio'. Si tuviéramos que aplicar la interpretación tradicional de imperio a la situación actual, deberíamos concluir que, después de la liquidación del Gran Antagonista, la Unión Soviética, existe hoy un solo centro de poder indiscutible; la unipolaridad sigue a la bipolaridad y se opone a la multipolaridad; unilateralismo contra multilateralismo. La guerra al terrorismo que ha sucedido al 11 de septiembre ha hecho que estas características sean completamente evidentes. El hiperterrorismo ha atacado a la hiperpotencia y la hiperpotencia ha respondido, asistida pero no condicionada por los aliados, autorreferencial en lo que respecta a las normas y estrategias, orgullosamente consciente de sus propias responsabilidades globales y de su ámbito de acción global.

Pero la hipótesis de un 'imperio imperialista' no es más que una versión del viejo modelo centrado en el Estado, y no constituye una forma de orden global, sino de un orden internacional unipolar. En este sentido, eso podría ser sólo el paso hacia otro sistema, realmente global, que está tomando forma en el actual funcionamiento del mundo globalizado, y cuyos posibles rasgos empiezan a trazar algunos pensadores que sólo tienen en común el hecho de ser poco convencionales, si no provocadores. Nos referimos en concreto a las reflexiones del

diplomático británico Robert Cooper (en el artículo 'The Next Empire', publicado por Prospect Magazine en octubre de 2001) y de dos neomarxistas radicales, Hardt y Negri (en su obra Imperio). Lo que une a estos dos análisis es que sólo tienen en común el hecho de que en ellos se empieza a pensar lo impensable: un mundo realmente posmoderno, es decir, posestatal. Al hacerlo, estos ensayos afrontan el concepto de imperio, un concepto que tanto la ideología nacionalista como la revolucionaria han caracterizado siempre de forma extremadamente negativa. Lo hacen no sólo en clave positiva -desde luego, no sin un buscado intento provocador-, sino incluso identificando en el imperio, el probable, y prometedor, futuro de la humanidad.

Pero si éste es el futuro que nos espera, dos podrían ser las versiones de imperio: una hobbesiana o una lockiana. En el primer caso tendremos un 'imperio imperialista', con un soberano hegemónico que fija e impone las reglas, pero que no se considera sujeto a ellas, bien se trate de perseguir sus propios intereses o de garantizar la paz y la seguridad mundiales. En el segundo caso, estaremos frente a un 'imperio sin emperador' en el que, evidentemente, los más fuertes tienen un peso proporcionalmente relevante respecto a la fijación y a la aplicación de las normas, pero donde, como ocurre en todos los sistemas no autoritarios, todos están sujetos a la ley, que establece también los parámetros de una legítima competición entre sujetos y de la legítima persecución de los propios intereses.

¿Pero no es cierto quizá que la integración europea se mueve hacia este horizonte? Lo que es cierto es que ésta está demostrando, por lo menos, que nuevas formas institucionales sin precedentes no sólo son posibles, sino probables, y que construir una Unión amplia no significa ir hacia un gobierno uniforme, un Leviatán europeo monolítico, sino más bien estructurar una nueva y compleja realidad institucional (respeto de la cual también el término 'federación' podría revelarse obsoleto) con un papel para las autonomías locales, los Estados nacionales y las formas de asociación regionales. Y añadiremos por nuestra parte, para concluir, que podría proporcionar también un modelo aplicable a escala no sólo regional, sino global.

No es poca ambición, y su realización necesitará mucho más que análisis y declaraciones de principios. Requerirá, además, tiempos largos y difíciles de acelerar, esfuerzos no indiferentes, valor público y coherencia. Pero en cierto sentido, ya se ha emprendido. Tras la 'diversidad europea' está realmente, como sostiene Kagan, la realidad de una desigualdad de potencia, pero hay también una forma diferente de entender la potencia (y el poder: no debemos olvidar el doble significado de power en nuestro idioma) que caracteriza a las tradiciones, la cultura y el proyecto europeos.