YO SOY DE AQUÍ
Artículo de ANDONI UNZALU GARAIGORDOBIL en “El Correo” del 20/09/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Zygmunt Bauman cuenta una anécdota interesante:
durante los años 20 -la época de entreguerras- los funcionarios que con energía
comenzaron la construcción nacional de la nueva Polonia plantearon la
elaboración de un censo detallado de sus ciudadanos para saber cuántos eran,
quiénes eran y cómo eran. Una de las preguntas -importantes- se refería a la
nacionalidad. Preguntaban a los encuestados de qué nacionalidad eran. Y se
encontraron con una gran sorpresa: muchos no sabían qué responder. Los
funcionarios contestaban que alguna nacionalidad tenían que tener: polaca,
bielorrusa, ucraniana y les ofrecían una amplia gama a escoger. Los encuestados,
empecinados, contestaban: nosotros somos de aquí. Al final los funcionarios
tuvieron que ceder y añadieron a la lista de nacionalidades posibles otra nueva:
lugareños. Obviamente la lectura que se hacía de esta nacionalidad tan rara era
que los que afirmaban ser de esta nacionalidad eran incultos, analfabetos y sin
ninguna conciencia política. Hoy, casi cien años más tarde, no lo veo yo tan
claro; es más, es la afirmación que mejor me define: yo soy de aquí.
En la época de la encuesta que relato recorría Europa la autodeterminación
wilsoniana, que se intentó plasmar en el tratado de Versalles, más o menos. Dice
Eric Hobsbawm que el sistema wilsoniano demostró que el nacionalismo de las
naciones pequeñas era tan impaciente con sus propias minorías como lo que Lenin
llamó «el chauvinismo de las grandes naciones». Me llama la atención esa
expresión 'impaciente', ese eufemismo tan bien escogido, pues los nacionalismos
europeos han demostrado ser grandes maestros en la manipulación del lenguaje.
Guardo en casa un mapa de Europa en el que no están dibujados los estados
modernos, sino las consecuencias de su creación. Una gran parte de Europa:
Alemania, Polonia, Ucrania, Eslovaquia, Chequia, Grecia, Norte de Italia,
Yugoslavia, etcétera, están llenos de manchas rojas y grandes flechas. Los
gráficos representan los asesinados y expulsados de su país para lograr 'un
pueblo, un Estado'. Ciertamente fueron muy impacientes. Sumando las manchas y
las flechas resultan muchos millones. Yo, de vez en cuando, miro este mapa para
hacerme recordar los resultados desastrosos del nacionalismo territorial. Ya sé
que el nacionalismo europeo no es sólo eso. Que fue también un viento de
libertad y progreso, que fue responsable importante para enterrar
definitivamente el antiguo régimen en Europa; pero también fue eso: millones de
asesinados y desplazados.
Si hoy quisiéramos implantar en toda Europa el principio de un 'un pueblo, un
Estado' los asesinados y desplazados rondarían los 100 millones. Tendríamos que
plantar, como árboles, a todos los ciudadanos para evitar los movimientos
migratorios, de todo tipo y dirección, cada vez más importantes en toda Europa.
Tendríamos que enterrar uno de los primeros derechos individuales arrancados con
esfuerzo al feudalismo, el de la movilidad. El derecho a no estar clavados hasta
la muerte en el pequeño territorio donde hemos nacido. Desde el tratado de
Versalles han pasado prácticamente 100 años, y los millones de muertos algo nos
han enseñado.
Los estados europeos de 2004 son muy diferentes a los de principio de siglo, y
el concepto de pueblo, en el sentido en que algunos nacionalistas lo utilizan
-como un todo homogéneo y no como 'demos', suma de individuos con derechos
políticos- es ya inasumible. Dice Joseba Arregi que en la actualidad en Euskadi
los nacionalistas, descontando, naturalmente, aquellos que a la hora de la
verdad para construir su nación tienen necesariamente que utilizar la
discriminación con los diferentes, son sólo media docena. Yo algo más optimista
sí soy; algunos más seremos los que planteamos un nacionalismo no
territorialista.
La Europa moderna surge después de la sangría de las guerras de religión y se
opta por estados laicos. Estados no confesionales pero que defendían el derecho
de sus ciudadanos a tener religión. Ese es el gran paso a la modernidad europea.
Paso que tanto está costando en las sociedades musulmanas.
Tal vez algunos nacionalistas del siglo XXI estemos planteando algo parecido.
Queremos un Estado doblemente laico: un Estado que no obligue a tener una
religión determinada ni imponga un nacionalismo concreto. Un Estado que defienda
nuestros intereses, que permita que los nacionalistas podamos defender el
euskara, nuestras cosas, los intereses de aquí. Queremos un Estado que defienda
los derechos de los nacionalistas, pero tenemos terror a un Estado nacionalista.
Al escribir esto estoy viendo el gesto de indignación de mis amigos
nacionalistas y su respuesta defensiva: «no quieres un Estado para Euskadi pero,
de hecho, estás defendiendo un Estado nacionalista español». Pues no. No estoy
defendiendo la afirmación anacrónica de Bono -que dicho sea de paso, puesta en
boca de un consejero del Gobierno vasco, cambiando lo de 'español', claro,
habría generado un escándalo-: «Soy español hasta los tuétanos»; y en esta
afirmación, en boca del ministro de Defensa, el énfasis y el tono eran, incluso,
más amenazantes que la propia frase. En una cosa sí estaremos de acuerdo mis
amigos nacionalistas y yo: los estados que en la actualidad no aceptan los
movimientos nacionalistas en su territorio son aún, de hecho, estados
nacionalistas. Y es ésta la razón práctica que sustenta su propio planteamiento;
¿si ellos tienen un Estado nacionalista por qué no nosotros? Planteado de esta
forma, habremos de convenir que lógica sí tiene. Pero yo cambio de pregunta,
¿qué es mejor, qué defiende mejor nuestros intereses -los intereses de los
ciudadanos de Euskadi; un pueblo pequeño y no homogéneo y cada vez más variado-
crear un nuevo Estado nacionalista o despojar de nacionalismo a los estados
existentes? Si la respuesta a esta pregunta es afirmativa, cambia radicalmente
el debate político actual. Cerramos definitivamente un modelo vigente los dos
últimos siglos y nos ponemos de repente en el siglo XXI construyendo un nuevo
tipo de Estado que no asesine a sus minorías. Y cambia una cosa sustancial en el
debate político nacionalista; cambia el ámbito de discusión. Ya la discusión no
es el enfrentamiento entre vascos y españoles, cada uno con su modelo, bueno, la
verdad el modelo es el mismo con otra distribución territorial y una adecuación
automática de minorías discriminadas en el nuevo territorio. Es una propuesta
que los nacionalistas del siglo XXI lanzamos a todos los ciudadanos europeos
para crear un Estado nuevo, con mayor libertad y que no obligue a las minorías a
tener que reprimir a sus propias minorías para seguir existiendo. Queremos un
Estado doblemente laico; sin religión ni nacionalismo estatal.
A mí me gustaría que dentro de veinte años si me preguntan qué nacionalidad
tengo poder contestar: «yo soy de aquí» y ver que el euskara sigue creciendo en
libertad entre los ciudadanos vascos, ver que los asuntos más importantes para
nosotros son gestionados aquí, por la gente de aquí.