BALANCE DE UNA TRAGEDIA (I): ¿QUÉ SE VOTA O CÓMO SE PIENSA?
Artículo de JOSÉ VARELA ORTEGA en “ABC” del 11-4-04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La alternancia es la higiene de la democracia. Es, pues,
perfectamente válido que la mayoría del electorado le haya tomado la palabra al
señor Aznar y, además de cambiar de jinete al octavo año, haya decidido cambiar
también de caballo. Por lo demás -y suponiendo que tal distinción tenga
sentido-, un voto emocionado no es menos legítimo, ni tiene porqué resultar
menos acertado, que otro razonado. La cuestión aquí no es qué se ha votado, sino
cómo se ha pensado.
La versión más angélica de lo ocurrido la encontrarán ustedes bien resumida en
la excelente columna de Javier Pradera en «El País»: el vuelco electoral no se
produjo en «Tres días de marzo». Venía gestándose en las semanas precedentes. El
debate más agrio, sin embargo, anuda la polémica entre el castigo a una
manipulación de la información o, por el contrario, el resultado de una
intoxicación de la opinión. Nada que no hayamos escuchado en ocasiones
precedentes. La acusación por parte de los partidos de oposición de que el
gobierno de turno manipula la TV pública es una constante desde que tenemos uso
de razón democrática y, probablemente, se trate de una imputación tan cierta en
1996 como en el 2004. Sea como quiera, las inefables instrucciones telegráficas
de la ministra de Exteriores convierten en verosímil la sospecha de que, al
menos en ciertas instancias de la Administración saliente, cuajó la idea
descabellada de plebiscitar a ETA -que siempre es más nuestro, nos va matando a
mano y en pequeñas dosis, aunque lo haga en proporciones estadísticas- como el
asesino electoralmente más favorable. Un caso interesante de profecía que se
auto-cumple, si bien, como suele ocurrir en estos casos, de manera inversa a la
planeada. Sin embargo, la proposición contraria -preferir ser víctimas de la ira
de Alá, que siempre es más internacional y nos asesina en masa- tampoco aparece
huérfana de fundamentos. Porque, claro, es plausible que uno tenga consigo
móviles con los que difundir o recibir convocatorias de manifestaciones ilegales
que interrumpen la reflexión -amen de condicionar el derecho de asociación y la
libertad de expresión de un partido político-, pero las pancartas que
aparecieron en esas concentraciones es ya más difícil de creer que uno las lleve
«espontáneamente» en el bolsillo. Por lo demás, los disparates admiten bastante
bien combinaciones contradictorias, aun cuando el que Al-Qaida le haya ganado la
partida a ETA, y la intoxicación a la manipulación, poco ayude al consuelo de
las víctimas y a la salud del sistema democrático.
No obstante, todo eso es lo de menos. Lo malo es que de la masacre y de las
elecciones no ha salido un país consciente de una historia reciente de éxito
espectacular, al que casi todos han contribuido a su manera desde hace ya más de
medio siglo, un país ilusionado ante sus oportunidades, capaz de identificar sus
problemas, unido por sus heridas y consciente de las gravísimas amenazas que le
acechan. Ha ocurrido lo contrario: mayor tensión, acritud y enfrentamiento que
nunca, insultos, reproches y recriminaciones. Es curioso y significativo que se
intercambien acusaciones mutuas entre todos y contra todos, menos... contra los
verdaderos culpables, los asesinos que han colocado los explosivos y las
organizaciones que lo han planeado. Mientras, la realidad, la imagen del enemigo
se desvanece de la representación pública, se le escapa entre los dedos del
equívoco a un país dividido en una ceremonia de confusión, en el ejercicio
freudiano del «mea culpa» y la búsqueda de una víctima con el que cumplir el
rito judeo-cristiano del sacrificio propiciatorio.
Ya sabemos quién es culpable de las oportunidades perdidas, de los problemas que
nos acucian y de los peligros que nos acechan: el señor Aznar. Tampoco es una
teoría muy nueva. De un tiempo a esta parte, se ha instalado en una porción
considerable de la opinión española la idea curiosa de que todo eran mieles
hasta que llegó Aznar con su bigote para «tensionar» el ambiente. Vamos, pues,
averiguando que los pulsos en Bruselas por fondos o por votos, los problemas en
el Mediterráneo en general -y en el Estrecho en particular- por escoger un par
de ejemplos al azar- son una consecuencia de los humores del señor Aznar.
También hemos aprendido que los nacionalismos eran abiertos y dialogantes,
tolerantes y respetuosos de los derechos individuales, tan celosos del
pluralismo conseguido en el resto de España como practicantes del mismo dentro
de sus propias autonomías hasta...que llegó el señor Aznar para radicalizarlos.
La fantástica noción de que si uno se resiste a extender un cheque en blanco y
entregarlo firmado es un intransigente, mientras que los que siempre cobran el
talón sin descuentos son los dialogantes, resulta sorprendente pero está muy
extendida.En su formulación más extrema, pero también más acabada, ya nos la
explicaron con todo detalle algunos curitas nacionalistas con ocasión de la
disolución de ETA cuando pirateaba con bandera Batasuna, una medida que, según
los melifluos monseñores, tensionaría el ambiente. Al parecer, lo más piadoso
era dejarlos hacer listas de «objetivos» con tranquilidad y sin empujones. Y, en
efecto, si la policía dialoga con los asaltantes de bancos y llega a un acuerdo
en el reparto del botín, se evitarían sofocos, carreras y disparos por las
calles.
Nos dice el señor Zapatero -y dice bien- que la gente «espera políticos que nos
digan la verdad». Pues, adelante y que empiecen por decirnos la más genérica de
las verdades: la de que Aznar se va, pero la realidad se queda. De modo tal que
el plan Ibarretxe no se retira. Se mantiene y prosigue su trayectoria hacia un
referéndum que redefina el sujeto de soberanía. Que el PNV y Esquerra tienen
mucho más interés en la disolución que en constitución alguna de España es una
verdad ante la que no hay porqué rasgarse las vestiduras, en la medida que tiene
más de melancólico que de trágico, pero conviene saberla y decirla para que no
nos vendan por acuerdos lo que en realidad son etapas. También es verdad que la
ley de Calidad de la Enseñanza -«dura lex», según algunos, «sed lex»- ni se
acata ni se cumple y que los mismos que hoy celebran el revolcón de la ministra
de Educación en funciones, lamentarán mañana la quiebra del Estado de Derecho.
Como mañana también se necesitarán los votos -que en Niza se lograron a cambio
de otras concesiones españolas ya hoy olvidadas y amortizadas- para los fondos
de Bruselas y habrá que enfrentarse al cuello de botella de comunicaciones con
Europa que los sucesivos gobiernos franceses tienen paralizadas antes de acceder
el PP al Ejecutivo. No he leído ni conocido a nadie entre los euro-expertos, de
Ullastres a Bastarreche, pasando por Raimundo Bassols, Ramón de Miguel o Javier
Elorza, que describa las negociaciones en Bruselas como un camino de rosas y al
autor de la Constitución europea como el más pro-español de nuestros vecinos, ni
que deje de explicarnos que la cuadratura del círculo no está tanto en que
españoles y polacos se empecinen en tener demasiados votos, como en que Francia
-con mucho menos PIB y población- insista en mantener los mismos que Alemania.
Como no es menos cierto que la exclusión de España e Italia del borrador
franco-alemán de política exterior europea precede, que no sucede, a la carta
Aznar-Berlusconi. Lo mismo que nos conviene saber que cuando el gobierno
marroquí quiso traficar votos en el Consejo de Seguridad con que apoyar sus
ambiciones coloniales en el Sahara por una amenaza de militarización en el
Estrecho, fue el señor Powell -que no el de Villepin- quien nos prestó apoyo.
Nos lo prestó porque le interesaba, naturalmente. Conviene, pues, que nos
expliquen bien y de verdad cuáles son nuestros intereses, más allá de una visión
que identifica a los EE.UU. en general y a Texas en particular con las series
televisivas de Falcon Crest, en lugar de hacerlo con la Universidad de Rice, o
la Biblioteca de Austin -el mejor fondo bibliográfico iberoamericano que
conozco, incluyendo los de Buenos Aires, México, Madrid y Berlín-. No tengo la
impresión de que los gobiernos laicos e izquierdistas de la III República
tuvieran una particular inclinación por la Rusia teocrática y autocrática de los
Romanov, con la que, sin embargo, establecieron una estrecha alianza durante
casi cuarenta años. Lo hicieron, es cierto, porque les convenía.
Los EE. UU. no son precisamente la Rusia zarista pero, en todo caso, tampoco en
este trance se nos exige paladar sino sentido común. Basta con que nos interese
una alianza con la potencia hegemónica que identifica al terrorismo como el
mayor enemigo de las democracias, dice estar vitalmente interesada por una
seguridad en el Estrecho y en ambas riberas del Mediterráneo -seguridad que,
como quedó patéticamente demostrado en la ex Yugoslavia, es también la única
capaz de garantizar- y lidera un mercado común pan-americano (TLC) donde tenemos
unos 50.000 millones de dólares invertidos y al cual, más allá de la retórica,
se ha sumado el mayor país de habla hispana (México), mientras hace cola el
resto del subcontinente, empezando por Chile con su gobierno socialista al
frente.
Todo eso, guste o disguste, es verdad simplemente porque forma parte de nuestra
realidad. Como también lo es que, desde 1917, a los europeos nos ha ido mejor -a
veces nos ha ido la vida en ello- manteniendo una estrecha alianza con los
EE.UU., un hecho, lo formule Aznar o su jardinero, fácilmente contrastable, sin
que por ello tengamos porqué votar al Partido Popular. Por el contrario,
dedicarle a M. Chirac, que representa un país con un PIB parecido al del Estado
de California, el doble de tiempo que el que se hace esperar al señor Powell,
representante de la cuarta parte del PIB planetario, no refleja precisamente la
verdadera imagen de la realidad de este mundo.
Se comprende que algunos de nuestros compatriotas europeos, que salen de un
pasado hegemónico reciente, tengan algunos problemas psicológicos de adaptación
al discreto papel que la relativa modestia de una realidad surgida de dos
hecatombes fratricidas nos ha reservado a todos. Debemos también tener paciencia
e indulgencia ante los intentos de recrear un pasado glorioso por medio del uso
extensivo, abusivo en ocasiones, de la palabra Europa, en un conmovedor
ejercicio para promocionar los intereses propios sin integrar los de los demás.
Pero, aquellos que venimos de orígenes históricos recientes más modestos y quizá
por ello seamos más realistas, hemos de resistirnos a sumarnos al coro de los
enanos de la venta. Si de verdad se quiere jugar en serio otra vez a la política
planetaria y recobrar una relación multilateral que tanto nos conviene a los
europeos, pero evitando resucitar el fantasma totalitario que la hizo
imprescindible en 1948, en lugar de voces y gestos desafiantes que agujereen un
paraguas americano de seguridad para el cual carecemos hoy por hoy de
alternativa, tendremos que diseñar una política internacional coherente que
integre los principales intereses europeos, y no sólo los de unos pocos, y
habremos de disminuir el creciente abismo económico, científico, tecnológico y
militar que nos separan de los EE.UU.
Mientras, ejercitemos la humildad que nos recomienda el próximo presidente del
Gobierno. La misma que desarrolla Dominique Moïsi --conocido por su oposición a
la intervención en Irak, casi tan famoso por sus conocimientos internacionales
como por su arrogancia en un país caritativo con el ademán- quien, en un alarde
de humildad intelectual, anima a los europeos a admitir algunas verdades que
hasta ahora nos hemos resistido a reconocer: que «no es la América de Bush
nuestro enemigo, si no la barbarie» fundamentalista dirigida contra «las
democracias occidentales, independientemente de sus relaciones con Washington»,
que nos enfrentamos a una realidad pavorosa y global que nos ha golpeado antes
de Irak y nos seguirá amenazando después, que hay países que financian y
entrenan a los terroristas y otros sometidos a regímenes tiránicos y
totalitarios que se han dotado de armamento atómico con capacidad balística o
están a punto de hacerlo. Sustituir la falta de explicación por la equivocación
será un mal negocio electoral. Evitemos, pues, conclusiones precipitadas y
decisiones erradas a raíz de la tragedia de Madrid. Digamos la verdad, toda la
verdad, y no confundamos las cosas: la retirada de Irak disminuirá apoyos sin
reducir riesgos.
BALANCE DE UNA TRAGEDIA (y II): CONFUSIÓN E INDECISIÓN
Artículo de JOSÉ VARELA ORTEGA en “ABC” del 12/04/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La comprensión del fenómeno
terrorista -mucho más que Aznar- ha sido la víctima en la estrategia del odio al
rival. Porque el rito de exorcismo al buscar un culpable entre nosotros y
encontrar un chivo expiatorio en Aznar ha escamoteado con ello la realidad que
nos ha golpeado y sigue amenazando. El odio nubla la vista. Nos confunde porque
se confunde. Y es revelador que al trust de la venganza, en su afán por
encontrar al culpable entre nosotros, se le haya escapado un debate responsable:
el de la inteligencia de fundamentalistas sin seguimiento, el de la prevención
de explosivos sin vigilancia y robos sin denuncia. Culpar al presidente González
de los asesinatos de ETA en los años ochenta y al actual presidente en funciones
de la matanza del 11 de marzo es peor que una injusticia. Es un error.
Lo peor de plebiscitar a Al-Qaida como muñidor electoral de la izquierda es que,
al hacerlo, se ha administrado a la opinión la primera dosis de una proposición
tan falaz como letal: guerra de Irak igual a atentado de Madrid. Es la
conclusión falsa a que una campaña de venganza personal ha conducido a buena
parte de la opinión, precipitándola en una relación de causalidad falaz. Las
bombas de Madrid tienen, desde luego, un propósito, pero no son la consecuencia
de la guerra de Irak ni tienen en ésta su causa. El ataque a las Torres Gemelas
se produjo antes -que no después- de la intervención en Irak, del mismo modo que
los atentados de Bali, Luxor, Casablanca y Turquía se perpetraron contra países
musulmanes que se habían opuesto a la guerra. Me pregunto si los manifestantes
que asediaron la sede del Partido Popular en la calle Génova se desplazarán a
los cementerios de París para protestar contra Waldeck-Rousseau o Emile Combes,
«culpables» hoy, como responsables que fueron ayer (entre 1901 y 1904), de la
admirable legislación de enseñanza laica que está en la base de la actual
disposición contraria al velo, «causa», según los terroristas, de la sentencia
fundamentalista que pesa sobre el país vecino y de la que su oposición a la
guerra no les ha podido librar. Como no nos hubiera librado a nosotros, en la
medida que somos «culpables» del genocidio cometido con Al-Andalus siglos atrás
(Ben-Laden dixit). En Noruega, que ocupa también un lugar destacado en la lista
de «culpables», la coartada es diferente pero la búsqueda de un pretexto
semejante. Claro que, metidos en ceremonia de confusión, bien podemos ampliar el
alcance del disparate y, con la inestimable ayuda de Günter Grass y del
canciller Schröder, concluir que la causa del terrorismo es el hambre en el
mundo, sin que la ausencia de la primera de las plagas mencionadas en
Burkina-Faso y la financiación y participación en la segunda de algunos
millonarios saudíes les haga a muchos pestañear en el argumento.
En contra del optimismo bienpensante, tengo para mí que, desgraciadamente, estos
fenómenos pocas veces son consecuencia de intransigencia ni resultante de
carencias. Al respecto, parece prudente distinguir entre causas y coartadas, no
sea que de la legítima atención a las primeras se derive la frustración de
comprobar que no resuelven fenómenos de violencia política que responden a
resortes más prosaicos y prácticos. Por eso le pedía yo hace unos días al
profesor Reinares -uno de los mejores expertos en terrorismo que hay en España-
que impartiera unas clases aceleradas para que algunas tertulias de periodistas
aprendieran a no confundir pretextos con causas. Porque es un error común, con
frecuencia derivado de la peculiar interpretación etnicista de la historia,
rebuscar en la mito-genética del conflicto en la errada presunción que estos
fenómenos de violencia responden siempre a legados de un pasado de opresión,
pesadillas de un remoto y recurrente conflicto histórico, nacional, cultural o
religioso. Muchas veces son opciones del presente. Estrategias de poder. De
poder totalitario, se entiende, que se alimenta, pero no se sacia, de
concesiones o sumisiones.
La pregunta del por qué en fenómenos multi-casuales e infinitamente complejos es
racional, pero no siempre razonable. Blanquí y Lenin, que sabían del asunto
porque andaban en este negocio de la violencia política, pensaban que la
cuestión pertinente es la de «pour quoi faire?» Estaban mucho más interesados en
los propósitos y objetivos de la violencia que en investigar sus causas. Y del
enemigo, el consejo: el objetivo último del fundamentalismo islámico es un poder
teocrático que modele sociedades al estilo del Irán de Jomeini o el Afganistán
de los talibanes; «la Patria lejana» del nacionalismo etnicista es la
implantación de un poder totalitario que logre la limpieza étnica y coadyuve a
la construcción de una sociedad nacional-socialista. Lo demás son pretextos y
coartadas, como mucho etapas.
Ésa es una de las razones, en modo alguno la principal (cual es el trapicheo con
nuestros derechos individuales fundamentales, que no van cedidos a político
alguno, ni siquiera al señor Carod-Rovira, en ninguna papeleta de voto, porque
son indelegables, intransferibles,«ilegislables», que decían los viejos
republicanos españoles y, por ende, innegociables), por la que traficar
autodeterminaciones, independencias, o «velos» -que no son mas que objetivos
tácticos-, que no resuelven nada aunque lo agraven todo. Porque remunerar la
violencia es estimularla, en lugar de desactivarla. Por eso, como nuestro
objetivo estratégico es la derrota de un método -el de la violencia- llevando al
enemigo del desaliento al desistimiento, debemos evitar cualquier gesto,
cualquier interpretación que alimente la esperanza de que su macabro sistema
paga dividendos. Y retirar las tropas de Irak tendrá, guste o no, esa lectura.
El terrorismo es una economía de la violencia. Un método coactivo, un recurso
militar que maximiza crueldad para ganar imagen con la que ocultar la enorme
fragilidad de los grupos que lo practican. Es, desde luego, una manifestación de
inferioridad moral y política. Pero, sobre todo, es una manifestación de
inferioridad militar. Somos mucho mejores, muchísimos más e infinitamente más
fuertes que los terroristas. Conviene no olvidarlo. Sin embargo, los terroristas
tienen una esperanza y un propósito que no carece de racionalidad. El objetivo
de un acto terrorista no son las víctimas. El objetivo somos nosotros. El
inesperado fogonazo truculento proyectado en nuestra retina psicológica, una
imagen sangrienta en cualquiera de nuestros tiempos y lugares habituales, contra
gentes corrientes, gentes como cualquiera de nosotros. Busca eso, aterrorizar;
es decir, producir un espectáculo neroniano que nos deje fascinados,
hipnotizados, «paralizados y sin voluntad de resistencia» (Fuller). La idea de
que la mayor victoria es aquélla en la que el enemigo (nosotros, en este caso)
se pliega a nuestros dictados (los de los terroristas) con el menor gasto de un
poder coactivo del cual sólo se dispone en cantidades muy limitadas, es una
aguda observación recogida por Engels pero derivada de Clausewitz. Escuchemos
con atención a otro de los grandes expertos en «guerras baratas» y estrategias
del pánico. Las guerras del futuro -explicaba Hitler a sus colaboradores-
utilizarán la psicología del terror más que armas convencionales: confusión
mental, emociones encontradas, indecisión, pánico, esas serán nuestras armas.
La indecisión a que aludía Hitler es una consecuencia de la incredulidad que
produce el sinsentido de la absurda desproporción del acto terrorista. El
rechazo de la maldad, la natural repugnancia a enfrentarse con algo demasiado
horrible para ser admitido, quizá -como escribiera pesaroso T. S. Elliot,
precisamente días antes de estallar la II Guerra Mundial-, porque el género
humano no es capaz de soportar una dosis excesiva de (su propia) realidad. La
búsqueda de una coartada explicativa simple que nos tranquilice y libere de
retos desagradables -por más que inevitables, a la postre- es producto de la
indecisión y antesala de la negociación. Y en ésta, los totalitarios violentos
traducen por claudicaciones lo que nosotros declinamos como compromisos.
Más que ahorrar, incrementa el sufrimiento, en la medida que estimula la
violencia remunerándola. Y, lo que es peor, la injerta como un virus en nuestro
sistema, de modo tal que la violencia queda incorporada, como un dato letal pero
funcional, en nuestra economía de la política. A partir de ese precedente, lo
que ha servido para descerrajar un problema de reparto de la soberanía, retirar
tropas o correr un «velo», pongamos por caso, este simio imitativo no resistirá
la tentación de utilizarlo para imponer cualquier cambio a tiros en vez de a
votos. Habremos dado la vuelta a nuestra civilización democrática como a un
calcetín: en lugar de procesar problemas, lo que habremos integrado en el
sistema será la violencia. Nuestro natural anhelo de paz, nuestra saludable
repugnancia por -y renuncia a- la violencia será la llave de yudo con la que los
terroristas, pasando por la renuncia y la negociación, nos habrán llevado de la
indecisión al enfrentamiento entre nosotros, destruyendo nuestros propios
valores.
Es la forma que tiene el terrorismo de abordar un problema militar, de salida
imposible para ellos, por vía de la aproximación indirecta. Habrán dado así un
paso estratégico gigantesco en el camino de sus propósitos: la destrucción de la
sociedad occidental. Un camino que se pavimentará con la confusión mental. La
confusión de -y sobre el- enemigo por una campaña de venganza personal que puede
precipitarnos en una espiral cainita que nos haga perder en el enfrentamiento lo
mucho, lo muchísimo logrado. Pero que, además -y a mayor gravedad-, oscurezca
los problemas que tenemos y oculte los peligros ciertos que nos acechan.
Desde que los americanos desembarcaron en Normandía en 1944, retuvieron al
Ejército Rojo más allá del Elba en 1945 y contuvieron «con serenidad y firmeza»
-que decía George Kennan- el expansionismo totalitario soviético, hasta provocar
su desmoronamiento con el Muro de Berlín en 1989, hemos vivido una época
excepcional en el mundo occidental. Un tiempo -que en España ha sido más breve
pero también más intenso- de libertad y seguridad, democracia política y
movilidad social, prosperidad económica e igualdad de oportunidades, una época
de plenitud de la cual «hasta los intelectuales parecen haberse dado cuenta»,
escribía Popper poco antes de morir. Pero, si confusión e indecisión y sus
derivados se instalan en nuestra sociedad, ya nada será igual. Si, en vista del
éxito formidable alcanzado por la empresa España en este cambio de siglo, un
diálogo mal entendido nos enreda en el equívoco de que la suma de las partes
valen igual o más que el todo y nos precipita en la disolución de una sociedad
cinco veces centenaria, lo lamentaremos profundamente. Sobre todo, lo
lamentarán, trasquilados y desengañados, quienes creen poder alzarse con su
parte de una mutilación conservando al tiempo los beneficios del conjunto. Pero
si pensamos mal: devaluamos nuestros propios principios negociándolos, nos
confundimos de enemigo, nos enfrentamos y abandonamos a nuestros aliados, en la
secreta esperanza de ser devorados por el monstruo los últimos, nos enzarzamos
entre nosotros y, un atentado terrorista con armas «sucias» o biológicas nos
sorprende en cualquiera de nuestros países ocasionándonos decenas o centenares
de miles de muertos, sufriremos todos sus consecuencias amargamente. Quizá de
forma irreparable. Porque un vendaval de desconfianza en nuestro sistema de
convivencia se apoderará de muchos, demasiados ciudadanos, arrastrando con él
nuestros valores, nuestra prosperidad, nuestra vida de seguridad, libertad y
tolerancia. Recitaremos entonces los versos de Horacio: «una turba de ciudadanos
clamando por la injusticia / la mueca colérica de un tirano». Porque se
recompondrá algún orden, pero con la maldición contenida en la Farsalia: «esa
paz vendrá con la autocracia». Rememoraremos las palabras premonitorias de lord
Grey en aquel agosto de 1914, cuando un atentado terrorista etno-nacionalista
apagó las luces de una Europa confusa, sin que los coetáneos «las volvieran a
ver encendidas en lo que les restaba de vida». Releeremos los recuerdos de
Bertrand Russell sobre aquel mundo libre, abierto, tolerante y reposado pero
destrozado en Sarajevo. Y recordaremos, con la ayuda transpuesta de Stefan
Zweig, donde estábamos -o peor- en qué estábamos pensando aquél 11 de septiembre
o de marzo. Y ya nada tendrá mucho sentido. Los odios se nos antojarán pequeñas
ruindades, minúsculas querellas de familia y, las venganzas personales, míseras
pasiones. Porque nuestro mundo se habrá desvanecido.
Pero no tendría porqué ser así. Porque, en Occidente, ni siquiera la «Historia
de España es la más triste», porque ya no «termina mal»: bastaría con seguir
votando como queramos, pero pensando como debemos.