CABALGAR UNA HIENA
Artículo de Aleix Vidal-Quadras en “La Razón” del 19/02/2004
El extinto Ernest Lluch era partidario del diálogo con ETA y acostumbraba a
visitar San Sebastián para participar en foros diversos a favor de la paz y el
entendimiento. Su deseo de ayudar a la resolución negociada del conflicto vasco
le llevó a hacerse miembro de Elkarri, un gesto de compromiso inequívoco con la
causa de la prudente y matizada equidistancia entre la intransigencia del
Gobierno del Partido Popular y la pulsión asesina de la banda que, como el
propio Lluch, Odón Elorza, Patxi López, Miguel Herrero y otros conspicuos
patriotas han explicado en diversas ocasiones. Son los dos polos extremos de un
enfrentamiento condenado a durar eternamente si no se aplica su balsámica
fórmula de buscar acuerdos civilizados sobre la base de la comprensión mutua
entre las víctimas y sus verdugos. La obvia dificultad de que los hijos, los
padres o las viudas de los tiroteados, mutilados o destrozados por el amonal se
sitúen en la perspectiva de los que disparan u oprimen el detonador nunca ha
arredrado a estos esforzados componedores, lo que da la medida de la magnitud de
su buena voluntad. Es fácil imaginar al erudito profesor de historia económica
paseando por la amplia curva de La Concha mientras departía con otros
angelicales y ponderados pacifistas lamentando la tozudez de los terroristas y
la cerrazón de José María Aznar, ambos culpables de la lamentable situación que
ellos trataban pacientemente de mejorar. También su correligionario Pasqual
Maragall tiene sinuosas fórmulas originales para traer la armonía al conjunto de
los pueblos de España. Su laborioso preparado de federalismo asimétrico,
insolidaridad fiscal, reforma deconstructivista de la Constitución y aplicación
al Estado español del modelo lingüístico helvético es, sin duda, una de las más
notables contribuciones contemporáneas a la teoría política, cuyo evidente
alambicamiento no resta méritos a su nula viabilidad.
El pasado mes de enero, en esta misma línea inspirada por el conocido dicho
de que la gente hablando se entiende, el entonces «conseller en cap» del
Ejecutivo catalán, Josep Lluis Carod-Rovira, puso en marcha en el ámbito
territorial de su jurisdicción la estrategia del amansamiento. Como aperitivo,
su subordinado, el presidente del Parlamento de Cataluña Ernest Benach, recibió
cordialmente en su despacho a una delegación de familiares de etarras para
simpatizar con su sufrimiento en un claro mensaje de equiparación con el dolor
de las víctimas de los terroristas y de legitimación implícita de las acciones
criminales de éstos. Una vez calentado el ambiente, todo quedaba a punto para la
operación política más brillante jamás urdida y ejecutada a lo largo del cuarto
de siglo de nuestra recuperada democracia: la entrevista clandestina con la
cúpula de una organización mafiosa con el fin de establecer un pacto consistente
en ofrecer apoyo a sus tesis repulsivas de colectivismo totalitario y racista a
cambio de excluir al territorio del Principado de la esfera de actuación de los
matarifes.
La espeluznante indignidad de este acuerdo es tal que su mismo autor, una vez
consumado su éxito, niega haberlo promovido. Sin embargo, el siniestro
cambalache de Perpignan, de rango y naturaleza análogos al de Estella, ha
surtido su efecto. ETA ha declarado a Cataluña zona libre de atentados y a
partir de este logro extraordinario de Esquerra Republicana sus ciudadanos
podrán vivir físicamente tranquilos, aunque, eso sí, espiritualmente
envilecidos. Porque la formación que lidera con tanto acierto Carod-Rovira ha
contado en las últimas elecciones autonómicas con el dieciséis por ciento de los
sufragios emitidos y un país de seis millones de habitantes en el que más de
medio millón prestan su concurso para que un individuo que desciende
premeditadamente a semejantes abismos disponga de una influencia decisiva sobre
sus destinos, no parece que se halle en el nivel ético óptimo. El próximo
catorce de marzo los catalanes, si no reaccionan, van a tener la oportunidad de
insertar un clavo más en el ataúd de su reputación colectiva.
En cualquier caso, Ernest Lluch ya no está entre nosotros para iluminarnos
con sus sabios consejos para rebajar tensiones particularistas, entre otras
razones porque su doctrina demostró su ineficacia cuando dejaba su coche en el
parking en la noche aciaga de su muerte a manos de los contertulios de Josep
Lluis Carod-Rovira. En cuanto a Maragall, está siendo el siguiente beneficiario
de la técnica del apaciguamiento buscado por el camino de la ambigüedad y la
tibieza. Es curioso que a algunos les cueste tanto asimilar que la cobardía ante
la violencia no sólo no la interrumpe sino que la incrementa, y que los que
persiguen el poder a través del crimen no desisten de sus propósitos ante los
que se humillan ante ellos, sino que por el contrario, después de acuchillarlos,
los desprecian.
Carod-Rovira ha arrastrado a Maragall a la práctica del sucio deporte de
cabalgar a lomos de una hiena tentándole con la posibilidad deslumbrante de
domarla, asombrando así a la concurrencia que, maravillada ante su habilidad, se
entregaría al aplauso frenético y a la aclamación incontenible. Por desgracia,
las hienas no son domesticables y el destino de los que se acercan a
acariciarlas es ser mordidos sin piedad. La multitud que en la plaza de Sant
Jaume reclamaba abyectamente diálogo al día siguiente del asesinato de Lluch no
supo verlo a pesar de la rotunda prueba suministrada por el cadáver aún caliente
que velaban. El desorientado y vacilante sucesor de Jordi Pujol tampoco parece
advertir que las fauces insaciables de la fiera se acercan a su cabeza y que el
aullido hambriento que escuchó ayer en forma de delirante comunicado es el
anuncio de que va a ser devorado sin remedio. Y es que la estupidez, rebasado un
cierto nivel, se transforma indefectiblemente en inmoralidad.