EL IMPERIO POSMODERNO
Artículo de Michael Walzer en “La Vanguardia” del 14.09.2003
El ensayista Michael Walzer analiza el nuevo papel de Estados Unidos en el mundo dos años después del 11-S. Es una hegemonía que descansa más en el poder de la economía y la cultura que en el de las armas
“En parte, la hegemonía se basa en la fuerza, aunque
también, de forma más significativa, en ideas e ideologías”
“En los últimos años, el Gobierno de EE.UU. ha evitado la
consulta, la persuasión y el compromiso para ganarse aliados”
“¿Cómo puede haber un imperio global estadounidense si,
como nos dicen, el mundo al completo está contra nosotros?”
“La ambición de los dirigentes de EE.UU. de querer
gobernar el mundo solos tal vez explique la guerra de Iraq”
“Una potencia hegemónica gobernada de forma racional no
actúa de forma unilateral; consigue coaliciones”
“La hegemonía es una forma más laxa de lo que era el
imperio, más dependiente de la conformidad de los demás”
“El término imperio necesita una calificación más amplia
para describir la situación en el mundo actual”
La guerra en Iraq
ha dado nueva urgencia al debate sobre el “imperialismo estadounidense”. En
realidad, no se ha producido nada que se aproxime a un debate; los detractores
de la guerra utilizan la expresión de forma habitual y de forma habitual lo
rechazan sus partidarios. Sin embargo, parece que ciertos partidarios creen que,
aunque no haya exactamente imperialismo, sin duda hay un imperio. Por tanto, ¿es
Washington la nueva Roma? ¿Existe un imperio estadounidense? ¿Ha sido la de Iraq
una guerra imperialista? Me parece que necesitamos algo que nos ayude a
comprender el papel de Estados Unidos en el mundo mejor que esta anticuada
terminología. En la actualidad, criticar las prácticas del poder estadounidense
es una ocupación política fundamental, así que mejor será que admitamos lo que
está ocurriendo delante de nuestras narices.
De todos modos, la respuesta más sencilla a mi pregunta es: “¡Por supuesto!”.
¿Acaso Estados Unidos no ha desempeñado el papel más importante en la
construcción de un mercado mundial? ¿Acaso no controla sus organismos
reguladores: el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la
Organización Mundial de Comercio (OMC)? ¿Acaso no están la mayoría de los países
dispuestos a recibir los beneficios; siempre en busca de empresas y empresarios
estadounidenses? No obstante, el imperio es una forma de dominio “político”, y
no está en absoluto claro que el dominio del mercado y la obtención de
beneficios requieran dominio político. Tal vez sí lo requiriesen en una época
anterior; así lo sugiere la historia del imperio europeo y la del estadounidense
en Centroamérica. Con todo, la principal reivindicación de los comerciantes
libres en la actualidad es que el dominio político no es necesario, y esta
reivindicación ha recibido el refrendo de la izquierda en las personas de
Michael Hardt y Antonio Negri como reflejan en su libro impenetrable aunque muy
popular “Imperio”: “La garantía que ofrece el imperio al capital globalizado no
implica una gestión micropolítica y/o microadministrativa de las poblaciones. El
aparato de gobierno no tiene acceso a los espacios locales ni a las secuencias
temporales concretas de la vida en las que funciona la administración; no logra
dar con las singularidades ni con su actividad” (Paidós Ibérica, Barcelona,
2002). Esto se entiende mejor si se traduce: en la actualidad, el significado de
imperio no tiene nada que ver con el significado que siempre ha tenido. El
imperio no ocupa tierras; no tiene un centro (ni siquiera en Washington); no
depende de gobiernos satélite rigurosamente controlados; es una entidad
posmoderna.
El argumento de Hardt y Negri podría interpretarse como una respuesta (a priori)
a las personas que sostienen que la guerra de Iraq ha sido una “guerra por
petróleo”. En realidad, como la izquierda lleva ya un tiempo diciendo, el
control de los recursos naturales no requiere el “acceso a los espacios locales”
ni la “microadministración” de territorios y poblaciones; no requiere colonias
ni satélites. El mercado funciona para permitir que los estados más ricos
adquieran y utilicen los recursos de los estados más pobres; y no
independientemente de la política, pero sí con dependencia del dominio político.
Si no fuera así, ahora seríamos mucho menos críticos con el mercado.
Algunos marxistas contemporáneos sostienen que lo que tenemos en la actualidad
es “un imperialismo informal de comercio libre (o un imperialismo sin
colonias)”. Sin embargo, esta afirmación supone prácticamente, tal como aclara
un reciente artículo de John Bellamy Foster (“Monthly Review”, mayo de 2003),
una identificación del imperialismo con el capitalismo: el poder imperial no es
más que “una manifestación del desarrollo capitalista con toda su complejidad
(...)”. Sus formas políticas son de una importancia “secundaria”. Esto no puede
ser cierto. Si el imperialismo no es otra cosa que capitalismo manifiesto y
desarrollado, si no tiene importancia particular y específicamente política, no
es un término útil para el análisis político. Puede servir, por supuesto, como
término de denuncia, pero no de ilustración. Supondré que el imperialismo es un
sistema de mandato político; no necesariamente de mandato directo, pero sí de
mandato en un sentido bastante contundente: una potencia imperial consigue lo
que quiere de los gobiernos que crea, que apoya o que auspicia.
Debilidad
¿Es Estados Unidos políticamente dominante en este sentido? Los estadounidenses
somos poderosos en el sentido militar, de forma abrumadora. En la cúspide del
imperio británico, la armada británica ni siquiera se aproximaba a la potencia
del arsenal de las fuerzas aéreas estadounidenses en la actualidad. Sin embargo,
no está claro que arsenal sea sinónimo de mandato imperial; incluso su
traducción más simple por “alianzas regionales” o “colaboración local” presenta
problemas en los tiempos que corren. Pese a la inversión que hemos hecho en las
armas más avanzadas, Estados Unidos parece notablemente débil en el terreno
internacional, incapaz de conseguir apoyo, ni que decir tiene refuerzos, para
nuestra gestión política; a menos que entremos en guerra, que es algo que no
podemos hacer cada vez que nos desafían. Esta debilidad se manifestó de forma
dramática en dos acontecimientos que tuvieron lugar justo antes de la guerra
contra Iraq: en primer lugar, el Gobierno de Corea del Sur se negó a cooperar
con la política estadounidense para Corea del Norte; y a continuación, el
Gobierno turco se negó a abrir las puertas a la invasión de Iraq desde su
territorio. Ambos eran gobiernos recién electos, escogidos mediante procesos
democráticos con los que Estados Unidos está comprometido públicamente, y no
teníamos forma de someterlos a nuestra voluntad.
También vale la pena mencionar la oposición internacional a la guerra de Iraq.
¿Cómo puede haber un imperio global estadounidense si también es cierto, como no
se cansan de decirnos en la prensa de izquierdas, que el mundo al completo está
contra nosotros? No sólo estaban contra nosotros los ciudadanos de a pie, sino
la mayoría de los gobiernos mundiales, incluidos los gobiernos que son nuestros
clientes y aliados, provincias de nuestro imperio putativo. Si sólo dos años
después del 11-S, en la víspera de una guerra importante, no podíamos contar con
estados como México y Chile, ¿qué clase de imperio somos? Mientras escribo, las
perspectivas de que Estados Unidos imponga un régimen de su elección en Iraq no
parecen muy halagüeñas, ¡y esto ocurre después de haber ganado claramente una
guerra “imperialista”!
El término imperio necesita una calificación más amplia para describir cualquier
cosa parecida a la existente, o que sea posible, en el mundo actual. (De aquí el
atractivo de términos como “imperio light” acuñado por Michael Ignatieff.) No
obstante, existe una manera más óptima de pensar en la política global
contemporánea si se recurre a la idea afín de “hegemonía”. El adjetivo
“hegemónico”, muy utilizado en la actualidad, es simplemente una forma menos
gráfica de decir “imperialista”, aunque indica algo muy distinto: una forma más
laxa de mandato, menos autoritaria de lo que es o era el imperio, más
dependiente de la conformidad de los demás. Analicemos estas palabras de Antonio
Gramsci, el teórico más destacado de la hegemonía (quien, sin embargo, escribía
en el contexto de enfrentamientos políticos nacionales/internos): “El hecho de
la hegemonía presupone que se tienen en cuenta los intereses y tendencias de los
grupos sobre los que se ejercerá la hegemonía, y también presupone cierto
equilibrio, es decir, que los grupos hegemónicos realizarán una serie de
sacrificios de naturaleza empresarial” (citado en Chantal Mouffe, comp.,
“Gramsci and Marxist Theory”, Routledge y Kegan Paul, 1979, páginas 86-87). En
parte, la hegemonía se basa en la fuerza, aunque también se basa, de forma más
significativa, en ideas e ideologías. Si una clase dominante sólo puede confiar
en su fuerza, ha alcanzado un momento de crisis en su mandato. Si quiere evitar
esa crisis, tiene que estar preparada para el compromiso.
Exactamente, ¿cómo funciona esto en el terreno internacional, cuánto se aproxima
un estado hegemónico a una clase dominante? Todo esto está pendiente de
averiguación. No tengo una teoría, sólo el principio de un argumento. Tampoco
pretendo sugerir que los actuales gobernantes de Estados Unidos acepten la
necesidad de los “sacrificios de naturaleza empresarial”, incluso si en realidad
los realizan (como hicieron en el caso de los turcos). La unilateralidad de Bush
es un intento de hegemonía sin compromiso; tal vez, Bush ve a Estados Unidos
interpretando un papel imperial –quizá también mesiánico– en la escena mundial.
Unilateralidad
Con todo, la unilateralidad no es, por así decirlo, la forma natural de actuar
de la potencia estadounidense; desde la Segunda Guerra Mundial hemos desempeñado
un papel importante en la formación de las organizaciones internacionales; hemos
negociado alianzas y, por lo general, hemos estado dispuestos a consultar con
nuestros aliados para actuar en situaciones críticas, como la invasión iraquí de
Kuwait, y a enfrentarnos a tendencias políticas o medioambientales peligrosas,
como la proliferación de las armas nucleares y el calentamiento global. El deseo
de actuar a solas es nuevo. Tal vez tenga algo que ver con el 11-S y el miedo a
futuros ataques terroristas. No obstante, el miedo es una mejor explicación para
la fuerza política con la que cuenta Bush entre los estadounidenses y de las
políticas que persigue. La unilateralidad es anterior al 11-S; es producto de la
arrogancia y del celo ideológico, quizá también de cierta imprudencia; refleja
una visión del poder estadounidense, tan inadecuado como el que ejercen
numerosos críticos de Bush. En el mundo contemporáneo, el mandato imperial es un
ejercicio inútil, aunque peligroso.
Es inútil por tres razones. En primer lugar, los estadounidenses no tienen ni la
capacidad ni el valor, sospecho, para el imperialismo. Está clarísimo que no
estamos preparados para pagar los costes económicos de un imperio; y un imperio
es caro. Hay beneficios para empresas como Bechtel y Halliburton, pero sólo
gastos para los contribuyentes estadounidenses, que no están dispuestos a correr
con ellos. Las madres y padres estadounidenses tampoco están dispuestos a pagar
por el derramamiento de sangre. No tenemos un ejército imperial, compuesto por
“nativos” y mercenarios. Ni siquiera hemos aprendido las lenguas y costumbres de
los países que pretendemos dominar. La incapacidad estadounidense para imponer
ley y orden en Afganistán, los tratos que ha hecho el Pentágono con los
caudillos locales, la negativa de nuestro Gobierno a invertir en la creación de
un Estado fuera de Kabul... todas estas cuestiones no apuntan hacia la
estabilidad de un mandato imperial, sino hacia la característica falta de
rigidez de la hegemonía y, en el caso afgano, no se trata de una versión
especialmente honrosa de esta falta de rigidez, es la hegemonía sin
responsabilidad.
En segundo lugar, nuestro compromiso público con la democracia hace que el
mandato imperial sea muy difícil de justificar e igualmente difícil de
gestionar. Incluso cuando ese compromiso resulta a todas luces hipócrita
(durante muchos años hemos respaldado a gobiernos no democráticos en países como
Corea del Sur y Turquía), no hemos tendido, con el tiempo, a alentar ni a
permitir, o al menos soportar, transformaciones democráticas. De hecho, en la
cúspide de la guerra fría, nos negamos a tolerar (más o menos) a los gobiernos
elegidos de forma democrática en Irán, Guatemala y Chile. Y posiblemente nos
negaremos en un futuro, en países como Egipto, por poner un ejemplo, donde son
los islamistas radicales, y no los “comunistas”, quienes amenazan con ganar las
elecciones. Aunque no nos resulta fácil actuar así; esta actitud genera una
suerte de crisis de legitimidad para el poder estadounidenses; otra
característica del mandato hegemónico, que no del imperial.
En tercer lugar, en las condiciones de la hegemonía actual, aparecen gobiernos
que son capaces de oponerse a las políticas de la potencia hegemónica. Y,
entonces, la potencia hegemónica, si es inteligente, negociará y se
comprometerá. En el mundo actual, cualquier proyecto imperialista se enfrentaría
a una oposición tan importante tanto de los estados grandes como de los
pequeños, y en un sentido tan contundente entre los pueblos que esta oposición
legitimaría (véase el artículo de Suzanne Nossel en el último número de
“Dissent”) el fracaso seguro del proyecto.
Cuando Kipling llamó al imperio “la carga del hombre blanco”, estaba afirmando,
en el lenguaje ideológico de su época, un hecho simple: el poder conlleva
responsabilidad. Sin embargo, las cargas de la hegemonía no se pueden
sobrellevar a solas; tienen que compartirse. Una potencia hegemónica gobernada
de forma racional no actúa de modo unilateral para repeler una agresión ni para
evitar matanzas ni para llevar a cabo la labor (muy complicada) de reconstruir
una nación; consigue coaliciones. Serán coaliciones con los que estén
dispuestos, claro, pero la disposición debe ganarse mediante la consulta, la
persuasión y el compromiso. En los últimos años, nuestro Gobierno ha intentado
evitar cualquier versión seria de estos tres procesos necesarios, como si sus
líderes quisieran gobernar el mundo solos. Esa ambición tal vez sea una mejor
explicación para la guerra de Iraq que cualquiera de las ofrecidas por la teoría
del imperialismo. Sin embargo, los líderes estadounidenses no pueden gobernar el
mundo. En el periodo posterior de lo que ha resultado ser una victoria muy
incompleta en la guerra contra Saddam, está claro que necesitan ayuda para
vérselas con un sólo país. Mientras escribo, están buscando ayuda, aunque siguen
sin comprometerse con la consulta, la persuasión y el compromiso. Resulta
difícil calcular la curva de aprendizaje de la Administración Bush. Aunque tarde
o temprano aprenderán que esa hegemonía, a diferencia del imperio, depende del
consentimiento.
¿Qué clase de política de izquierdas se deriva de esta comprensión del poder
estadounidense? Necesitamos una larga respuesta a esta pregunta, pero ahora
mismo sólo se me ocurre una corta. En Gran Bretaña, a finales del siglo XIX y
principios del XX, los de izquierdas eran “ingleses de segunda”, es decir,
pedían la independencia de las colonias. Estados Unidos ya está comprometido con
la independencia –¡incluso Bush y compañía están en contra de la
“microadministración”!– y además, al menos desde un punto de vista retórico, con
la democracia. Algo que la izquierda puede hacer es insistir en que este
compromiso sea respetado no sólo con palabras, sino con hechos, incluso cuando
los hechos comprometan a la potencia hegemónica. ¿Está Estados Unidos preparado,
por ejemplo, para ayudar a crear un gobierno en Iraq capaz de decir no a su
modelo estadounidense, como hicieron los turcos? (No estoy diciendo que tengamos
que trabajar para crear una teocracia chiita.) ¿Cuántos “intereses y
tendencias”, contrarios a los suyos, está dispuesto a reconocer nuestro Gobierno
y a aceptar por el bien de la estabilidad global? ¿Qué clase de “equilibrio”,
con esos otros grupos, está dispuesto a aceptar? Lenin escribió una vez que “la
labor de la inteligencia es hacer que los líderes especiales de la inteligencia
sean innecesarios” (“What the 'Friends of the People' Are”, Moscú, 1951, p.
286). No hablaba en serio, pero la idea es útil. La labor de una potencia
hegemónica “democrática” es hacer que su papel sea menos importante; un
ejercicio de poder cada vez más consensual.
Ésta jamás será la tarea que escojan los que sustentan el poder en la actualidad
en Washington. Incluso el objetivo menor de un mejor equilibrio, una hegemonía
más comprometida, una defensa más efectiva del gobierno democrático, sólo puede
conseguirse mediante la política de oposición. La oposición tendrá que provenir
en primer lugar del mismo Estados Unidos: los estadounidenses liberales y los de
izquierdas deberían ser portavoces de la autolimitación, que sería el verdadero
significado de firmar (y después mantener) instrumentos como el tratado sobre
misiles antibalísticos, o el de Kioto, o el de la Corte Penal Internacional, y
también de aceptar una mayor mutualidad en el comercio mundial y abrir nuestras
puertas a las importaciones del Tercer Mundo. Todo ello implica derechos de
hegemonía, la aceptación de normas universales, aplicadas por igual, que, por
tanto, constituyen “sacrificios de naturaleza empresarial”. Sin embargo, tal
como sugiere Gramsci, estos sacrificios no anulan el poder hegemónico; lo
modifican de formas útiles para la humanidad, aunque, al mismo tiempo,
representan una forma de mantenimiento inteligente. El Partido Demócrata
estadounidense debería sin duda ser capaz de todo eso (aunque, ahora mismo, sus
dirigentes parecen capaces de bien poco). No obstante, aquellos de nosotros que
quieran algo más que esto, que estén preocupados y se opongan al mandato de una
potencia hegemónica única, necesitan aliados externos, primero en la sociedad de
estados y luego en la sociedad civil internacional.
Volvamos a reflexionar, pues, sobre la idea de Gramsci de un “equilibrio”, cuya
versión internacional podría ser un equilibrio anticuado de poder entre el
estado hegemónico y cierto conjunto de estados rivales. En el mundo actual, sin
embargo, teniendo en cuenta el desequilibrio de poder, tiene más sentido
imaginar el equilibrio en la forma de una asociación estadounidense-europea.
Estados Unidos necesita un socio, o varios socios, capaces de decir que sí y que
no, que puedan actuar en colaboración con nosotros algunas veces y con
independencia en otras ocasiones. Pero si esta sociedad debe establecerse y
mantenerse, los estados europeos deben estar preparados para asumir la
responsabilidad que conlleva la forma en que funcionan las cosas en el mundo.
Deben asimilar parte del trabajo que realiza la potencia hegemónica (puesto que
parte de él, como ya he sugerido, es trabajo necesario). Cuanto mayor sea la
responsabilidad que acepten, mayor tendrá que ser el grado de negociación y
compromiso de la potencia hegemónica, mayor será el equilibrio que favorecerá la
igualdad. Si Europa –en mi opinión éste es un ejemplo fácil de entender– se
hubiera visto obligada a lidiar y lo hubiera hecho de forma efectiva con la
crisis de la antigua Yugoslavia, sin implicar a Estados Unidos, esta potencia
sería mucho menos hegemónica de lo que lo es en 2003.
Multinacionales
En la sociedad civil internacional puede surgir otro tipo de política de
oposición. Los estados no son los únicos actores en el mundo actual. Las
multinacionales, que desempeñan un papel protagonista en la economía global, son
los principales agentes del “imperio” descentralizado. Son una fuente improbable
de oposición para la potencia hegemónica, aunque bien podrían oponerse a la
imprudencia imperial. Más importante para mi propósito en este artículo es la
nueva proliferación de las ONG, que defienden valores universales o intereses
colectivos y desempeñan un papel aún pendiente de definición en la política
global. Hardt y Negri niegan el potencial de oposición de estas organizaciones,
refiriéndose al papel que las ONG en defensa de los derechos humanos
desempeñaron en Bosnia y Kosovo, donde su “intervención moral en una fuerza de
primera línea de la intervención imperial” (p. 36). Sin embargo, esto parece
totalmente equivocado, dada la necesidad moral de intervención “imperial” y la
gran dificultad de encajarla en cualquier teoría coherente de imperialismo.
Organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional pueden
intervenir no sólo al margen del imperio, sino en su mismo centro, como hicieron
en el caso de la Unión Soviética y sus satélites. En la actualidad, pueden
denunciar las violaciones de los derechos humanos en países “en los que se
ejerce una hegemonía” e incluso en el mismo Estados Unidos.
Con todo, puesto que el mercado global es el principal terreno de la hegemonía
estadounidense, tenemos que imaginar a ONG que trabajen a través de o contra
organizaciones reguladoras como la OMC y que pretendan constreñir el poder del
capital; de la misma forma en que la democracia social nacional lo hizo a
finales del siglo XIX y principios del XX. La cumbre de la OMC en Seattle el año
1999 fue el indicio más evidente del aspecto que debía tener esa clase de tarea
política. Todavía no sabemos si la sociedad civil internacional aportará un
espacio y una oportunidad no sólo para los grupos en defensa de los derechos
humanos y los grupos ecologistas, y otras organizaciones específicas, sino para
los movimientos globales con grandes ambiciones de redistribución. En este
sentido, Hardt y Negri se muestran más optimistas que yo, aunque esta pregunta
–¿es posible un democracia social fronteriza?– sea probablemente la cuestión
crucial sobre el futuro del poder hegemónico.
No obstante, mientras tanto, si buscamos un nuevo equilibrio en la sociedad de
estados o para los nuevos movimientos sociales en la sociedad civil
internacional, necesitamos entender que no estamos organizando una revuelta de
provincias imperiales. Necesitamos construir una política distinta, adaptada al
verdadero poder aunque también a la característica falta de rigidez del mandato
hegemónico. En un artículo para “World Policy Journal” (verano de 2002), Martin
Walker llamó a esta falta de rigidez “imperio virtual”. No me gusta mucho el
nombre, pero su descripción resulta útil. En realidad, no consigue anticipar la
prepotencia de la que ha hecho gala la Administración Bush en estos últimos
meses, pero capta lo que yo he llamado forma “natural” de actuar de la hegemonía
estadounidense.
Según afirma Walker, el imperio virtual mantiene su preeminencia “con más que
cierto grado de cortesía para con el resto del orden internacional”. Los aliados
son tratados con el respeto debido a los estados soberanos. Los antiguos
enemigos (como Rusia a partir de 1989) son invitados a convertirse en nuevos
aliados y reciben ayuda para ello. Los gobernantes del imperio virtual pueden
verse dañados por defender sus intereses, pero, al mismo tiempo, sus políticas
están “abiertas a la discusión y a la persuasión” por parte de los estados y las
empresas extranjeros, y los grupos interesados de diversas clases. El imperio
virtual “es una nueva bestia –concluye Walker– como el mundo jamás ha visto”.
Llamemos como llamemos a esa bestia, sería mejor que reconociéramos su novedad.
La aseveración de que poseemos un control intelectual total, de que lo único que
tenemos que hacer es aplicar la teoría de Lenin sobre el imperialismo (que nos
sabemos todos de memoria) es una invitación al fracaso político.
Traducción: Verónica Canales Medina
Michael Walzer, profesor de Ciencias Sociales del Instituto de Estudios
Avanzados de Princeton y codirector de la revista “Dissent”. Autor del libro
“Guerras justas e injustas” (Paidós)