¿DOS ISLAM O UNO SOLO?
Artículo de MICHEL WIEVIORKA en "La Vanguardia" del 14-12-02
El islam no goza de buena prensa en Europa. Suscita inquietud y se siente
como si constituyera una doble amenaza, exterior e interior. Desde fuera, en
efecto, parece que se restrinja a los peores actos de violencia: ayer, la
revolución iraní con sus prolongaciones que alcanzan mucho más allá de
Oriente Medio; hoy, el terrorismo sin fronteras de Bin Laden o incluso la
terrible espiral del terrorismo y el contraterrorismo argelinos y sus
prolongaciones en otros países. Y, desde dentro, el islam es crecientemente un
sinónimo de mezcla –insoportable– de violencia social y de cuestionamiento
insidioso de nuestros valores e instituciones. Según esta perspectiva, los
musulmanes serían irreductiblemente diferentes, incapaces y, por otra parte,
renuentes a encontrar su lugar en el seno de las sociedades que les acogen y en
las que se despliega su práctica religiosa. Además, el islam no solamente –desde
este punto de vista– constituiría un desafío cultural letal: engendraría o
sería vehículo de delincuencia y criminalidad: las "clases
peligrosas" se encarnan de modo creciente, en el universo simbólico de
varios países de Europa, en la figura del joven musulmán procedente de la
inmigración. Este miedo al islam cuenta con cierto fundamento, pero constituye
a la vez un fenómeno con frecuencia asociado al racismo, a un racismo que
presenta el rasgo esencial de ser "diferencialista" –como dicen los
especialistas: el que tiende a rechazar la alteridad, a mantenerla a distancia,
a expulsarla y a destruirla más que a menospreciar y sobreexplotar a quienes
son su objetivo–.
En este contexto, lo que acaba de producirse en Turquía merece que se le preste
atención. El reciente triunfo del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AK
Parti), y a continuación, sobre todo, sus primeros gestos políticos han vuelto
a impulsar los debates, de primera importancia, relativos al ingreso de este
país en la Unión Europea. En los años noventa, los islamistas turcos se
mantenían a distancia de la Unión Europea, a la que se mostraban más bien
hostiles; recordaban las exigencias de la ley coránica, cuya estricta
aplicación imposibilita la economía de mercado. Y, por si hubiera habido
alguna duda sobre la radicalidad de sus orientaciones, su dirigente Necmettin
Erbakan, al planear uno de sus primeros desplazamientos después de ser elegido
en 1996, decidió visitar la Libia de Gaddafi. Ahora, el reciente vencedor de
estas elecciones, Recep Tayyip Erdogan, visita las capitales europeas y defiende
el ingreso de su país en la Unión Europea; da pruebas de una gran apertura a
la economía de mercado y se rodea de responsables formados en las mejores
universidades norteamericanas. De modo que la argumentación de Valéry Giscard
d'Estaing, que rechaza la hipótesis de una posible integración de Turquía en
la Unión Europea, se presenta como una postura que no se ajusta a la realidad,
al menos si de juzgar a Turquía se trata: no hay peligro de que el poder se
convierta un día en este país en un poder islamista, porque ya lo es. Hay que
tener en cuenta que los islamistas se muestran y comportan allí como todo lo
contrario de un peligro para Europa: en su conjunto, estos musulmanes dedicados
a los negocios dan muestras de ser singularmente pragmáticos y responsables,
abiertos, deseosos de participar en una Europa democrática y capaz de
modernizarse. El problema no asoma del lado de Turquía, sino más bien del lado
de Europa.
Esta cuestión proporciona materia de reflexión, y mucho más allá de la
discusión sobre el posible ingreso de Turquía en la Unión Europea. Los
islamistas turcos, hoy en el poder, no son mulás fanáticos o combatientes, no
se aprestan al choque de civilizaciones previsto por Samuel Huntington y al que
Bin Laden ha dado forma. Son incluso, en ciertos aspectos, mucho menos
integristas en sus conductas que los sostenedores puros y duros de la República
turca que no vacilaron, en un reciente pasado, en hacer uso de la fuerza armada
e incluso de la tortura para mantener el régimen. Sus dirigentes no son
ayatolás corrompidos y, en su conducción de los asuntos económicos, en sus
actividades de gestión, como por ejemplo a la cabeza del Ayuntamiento de
Estambul, se comportan, ciertamente, de manera mucho más correcta que muchos
dirigentes de grandes empresas norteamericanas. Rechazar a Turquía fuera de
Europa equivale a rechazar a un país democrático cuyas orientaciones
políticas principales, en la actualidad, no son más sorprendentes que las que
en otros lugares pueden proponer formaciones políticas de naturaleza
democristiana.
Y si el mensaje que nos dirige Turquía es tan importante, ello se debe también
a que aporta una contundente respuesta a los prejuicios de las sociedades
europeas acerca del islam. La idea de una incompatibilidad radical,
irreductible, entre los valores de los musulmanes y los de la sociedad
occidental –la democracia, el individualismo moderno, la economía abierta–
no se corresponde efectivamente con la Turquía contemporánea. ¿Quién puede
afirmar, vista y conocida la línea de actuación de los nuevos dirigentes
turcos, que todos los musulmanes son iguales, que todos son en definitiva más o
menos integristas, fundamentalistas, propensos a la defensa de tendencias
radicales que sólo pueden conducir al terrorismo? Los nuevos dirigentes turcos
muestran que el islam sabe sacar partido de la democracia, respetarla,
enriquecerla; que es posible ser musulmán y moderno; combinar la fe musulmana
con el respeto –más allá de la economía de mercado– de los valores
universales: el derecho, la razón. Es verdad que tanto el electorado como el
aparato del AK Parti abrazan en su seno elementos más radicales que otros y no
constituyen un todo homogéneo; sin embargo, en conjunto y en lo fundamental se
trata de un mensaje totalmente opuesto al que representan las actitudes de
ruptura que nos transmite su concepción del islam.
Lo cierto es que, ya en los años ochenta y noventa, constituía una falacia la
pretensión de ver en el menor de los "foulards" una amenaza para el
Occidente moderno y, en todo joven procedente de la inmigración
árabe-musulmana, un delincuente o un terrorista en potencia. Y Argelia, por su
parte, ya no estaría donde está si las autoridades argelinas, en su día,
hubieran aceptado democráticamente el veredicto de las urnas el mes de junio de
1990 y, sobre todo, de diciembre de 1991, que concedían la mayoría a
islamistas no todos tentados por las conductas extremistas. Un islam popular,
introducido a gran escala en la sociedad, puede perfectamente alejarse de toda
tentación radical y abrir al país donde florece la vía de la modernización
política y económica, y afirmarlo no impide evidentemente formular reservas y
mantener un espíritu crítico. No entenderlo así equivale a ser ciego ante la
extraordinaria experiencia que vive la Turquía actual. Equivale, asimismo, a
mostrarse incapaz de ver cómo, en el seno de la Europa occidental, hay
musulmanes que se esfuerzan en participar plenamente en los asuntos de la vida
pública, de forma enteramente democrática. Equivale a no admitir que pueden
legítimamente, como otros, afirmar una identidad religiosa al propio tiempo que
forman parte de la vida política, social y cultural del país en que viven. Es
quizá incluso empujarlos hacia una radicalidad que no es la suya propia de
origen pero que los prejuicios y sospechas de amplios sectores de la población
le imputan de hecho. Los sociólogos conocen perfectamente este mecanismo, que
denominan "una profecía autorrealizadora": a fuerza de decir de los
musulmanes que su religión es incompatible con nuestros supuestos valores, se
empuja a algunos de ellos, precisamente, a adoptar las ideas y las conductas
destructivas de las que hasta ese momento se les acusaba sin mucho fundamento. A
fuerza de decir que no tienen su sitio en nuestra sociedad –mientras se habla
de integración, de igualdad y de fraternidad– se incita a algunos de ellos a
revolverse contra esta sociedad, que no mantiene sus hermosas promesas. Es
absurdo e irresponsable cerrar los ojos frente al terrorismo que invoca el
islam. Pero también es igualmente absurdo e irresponsable hacer de él el alfa
y omega de la totalidad del islam.
M. WIEVIORKA, sociólogo. Profesor de la Escuela de Altos Estudios en
Ciencias Sociales de París
Traducción: José María Puig de la Bellacasa