IMPROVISACIÓN Y ESTRATEGIA
Artículo de GERMÁN YANKE en “ABC” del 20/09/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Tras el 14
de marzo todo resulta un tanto improvisado. Aunque el PSOE lo niegue, o trate de
ocultarlo, lo previsible -hasta advertir las sorprendentes consecuencias
electorales de los atentados del inmediato día 11- era que el PP revalidara el
triunfo y formara, con mayoría absoluta o sin ella, el nuevo Gobierno.
En las contradicciones entre un programa elaborado para llamar la atención más
que para gobernar y la acción del Ejecutivo se notan, por ejemplo, los efectos
de esa sorpresa. Como en el ajuste atropellado entre la promesa de paridad y las
necesidades del Gobierno. Y en los peligros que se deducen del deseo de sostener
una relación con los nacionalismos propia de una oposición poco escrupulosa y la
necesidad, impuesta pos sus votantes tradicionales, de mantener la apariencia de
una política coherente en la cuestión nacional.
No escapa el PP a la improvisación contraria. Ni sus listas electorales, ni el
esbozo de su organización interna tras la marcha de Aznar, ni sus planes
políticos inmediatos y sus relaciones internacionales, ni incluso la vaguedad de
sus presupuestos ideológicos, estaban pensados para estar en la oposición. Buena
parte del debate político de estos últimos meses parece agobiado por estas
circunstancias, por la elaboración -más que la búsqueda- de una explicación a lo
ocurrido. El PSOE trata de obviar los atentados como elemento de un cambio en
las expectativas de voto y el PP conjetura sobre ellos para convertirlos, unidos
a su utilización ante la opinión pública, en causa fundamental. De ahí que
esperar claridad de una discusión política que trufa la investigación
parlamentaria sea, a estas alturas, una ilusión injustificada.
La improvisación, sin embargo, precisa estrategia. Y el PSOE parece haber
acertado en mantener los hilos con quienes sumaron sus votos para conseguir el
triunfo en las últimas elecciones. No hubo, como a veces se da a entender, una
huida de votantes de la derecha: el PP apenas perdió los que era previsible
perder en ocho años de Gobierno sin que el apoyo a la intervención aliada en
Irak ni el dolor de los atentados de Madrid puedan considerarse significativos
de una hipotética deserción. Fue el PSOE el que, con esos mimbres, consiguió que
le votara un importante grupo de electores que se había mantenido al margen o
que había sostenido con sus papeletas otras opciones de izquierda. La
insistencia socialista y gubernamental en Irak, una política exterior con tintes
antiamericanos y con un maquillaje pacifista, el empeño por subrayar como metas
prioritarias el matrimonio de homosexuales, facilitar las adopciones de estas
parejas, la ampliación de los casos de aborto legal o el empeño por colocar a
los obispos como supuestos enemigos del progreso responden, me parece, a la
voluntad de mantener cerca a votantes no tradicionales, no específicamente
socialdemócratas, y de colocar al mismo tiempo al Partido Popular en un debate
en el que, ante los nuevos apoyos del PSOE, los conservadores aparezcan lo más
reaccionarios posible.
Pero si el PP se muestra en este escenario confuso y dubitativo, si no sabe si
debe reconocer prepotencia o reforzar su coherencia, si se aturulla ante las
reformas propuestas, si se ha cansado de su dura fortaleza constitucional -y
nacional-, si se atasca intelectualmente en una nueva y enésima reformulación
acomplejada del centro, no estará haciendo si no apuntalar la causa fundamental
de su derrota de marzo: no haber conseguido ser un partido volcado en la opinión
pública, más capaz de explicar políticas acertadas y convencer que de ser
contagiado, como ahora se le ve, por los sentimientos espontáneos.