LEGITIMIDAD FRENTE A LEGALIDAD

Artículo de JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA en "El Correo" del 6-10-02

El nuevo pacto de Estado para la convivencia que el lehendakari ha presentado en el Parlamento contiene un diseño de la España plurinacional que a mí, personalmente, no me desagrada y que podría incluso haberse derivado, en bastantes de sus aspectos, de una aplicación menos 'loapizada' de la Constitución. Presentado, sin embargo, como y cuando se presentó, es decir, atendidas sus circunstancias temporales y procedimentales, así como algunos de sus contenidos sustanciales, suscita numerosas preguntas. Una de ellas -y, en mi opinión, no la menos importante- es la que se refiere a la intención que abrigaba el lehendakari al presentarlo, así como a las consecuencias que de su puesta en práctica podrían derivarse.

El lehendakari era consciente de que su proyecto iba a recibir el rechazo frontal de todos aquellos grupos parlamentarios que no prestan su apoyo al Gobierno. Ni Euskal Herriko Abertzale Sozialistak podían dar su asentimiento a un plan de asociación con España, por muy libre que tal asociación se declarara, ni populares y socialistas estaban en condiciones de aceptar, en la situación presente, propuesta alguna que desbordara el marco de la legalidad.

Bien es verdad que, a propósito de estos últimos, los denodados esfuerzos que hizo el lehendakari por presentar el proyecto como un tránsito reformista que conduciría a un nuevo ordenamiento jurídico, utilizando en exclusiva los recursos del actual, podían dar la impresión de que su intención era la de concitar, mediante la persuasión, nuevas adhesiones parlamentarias. No podía ignorar, sin embargo, el lehendakari que la imaginativa lectura que estaba haciendo de la Constitución les parecería a los constitucionalistas, más que una exégesis desapasionada, un truco para que el nacionalismo lograra, con veinticinco años de retraso, aquello que no había conseguido forzar en el proceso constituyente: el reconocimiento de la soberanía originaria del pueblo vasco y su consiguiente facultad de autodeterminarse. Ni las abundantes citas de cláusulas legales ni las esporádicas apelaciones a destacadas autoridades académicas serían capaces de sofocar la sospecha de que el meollo de su proyecto no se avenía del todo bien con el núcleo duro de la Constitución.

Éste no era, sin embargo, el obstáculo principal. El lehendakari sabía además que, por viable que fuera su propuesta por los cauces de la reforma constitucional, la disposición de populares y socialistas a transigir con esa reivindicación nacionalista no era hoy más favorable que hace veinticinco años. Era una cuestión de voluntad política, y no había razón alguna para sospechar que aquélla hubiera cambiado. Todo lo contrario. La reciente irrupción del terrorismo en la misma línea que separa a constitucionalistas y nacionalistas, mediante un calculado reparto de amenaza e impunidad, hacía hoy del todo imposible pensar siquiera en abrir un debate productivo sobre esta materia. El lehendakari no lo ignoraba. Y, sin embargo, presenta su proyecto. Es precisamente esta determinación la que da la clave de la intención última de su actitud.

No era obstinación. Era, más bien, meditada estrategia. El destinatario real del plan no era, en efecto, ninguno de los grupos o partidos presentes en el hemiciclo parlamentario, sino, más allá y por encima de éstos, el conjunto de la población que se encontraba ausente de la Cámara. El pueblo era a quien el lehendakari quería persuadir en exclusiva. Ya a lo largo de todo su discurso había lanzado numerosos guiños de connivencia a la gente común. Sus referencias al pueblo vasco habían sido continuas y esclarecedoras: su historia milenaria, su identidad lingüística y cultural, su capacidad de pervivencia, su carácter nacional, su tenaz voluntad de pleno autogobierno. Unas breves, pero contundentes, palabras que el presidente de la ejecutiva del PNV había pronunciado pocos días antes ayudan a poner todo esto en su correcto contexto. «La ley da para mucho. El pueblo, para más». Cuando, al final de su alocución parlamentaria, el lehendakari anunció que, aceptara o no el Estado la propuesta final de la Cámara vasca, él la sometería a referéndum, quedó meridianamente claro que sus referencias al pueblo vasco no habían sido hueca retórica, sino que se debían a que en él había depositado de antemano la legitimidad de todo su proyecto. Si la legalidad constitucional y estatutaria resultaba un obstáculo y si la voluntad de los partidos y las instituciones se oponía a removerlo, la legitimidad popular actuaría de última y decisiva palanca del cambio. ¿Qué hay de malo en ello?

Mucho, en mi opinión. En concreto, las consecuencias, más allá ahora de las intenciones. La confrontación entre la legitimidad que emana directamente del pueblo y la legalidad que nace de las instituciones no es común ni aceptable en sociedades democráticamente constituidas. Es propia, por el contrario, de aquéllas que se encuentran inmersas en situaciones constituyentes y, sobre todo, en procesos insurreccionales o revolucionarios. Supone vacíos de legalidad, que sólo pueden ser llenados por otras legitimidades -siempre subjetivamente interpretadas- que emanan al margen de la ley. En las sociedades democráticamente constituidas, en cambio, no suelen darse vacíos legales en asuntos constitutivos ni resulta, en todo caso, admisible recurrir, para dirimirlos, a legitimidad alguna que busque su fuente al margen o en contra de la ley. En tales sociedades, la legalidad es la objetivación de la legitimidad, el instrumento que la hace disponible para su uso público. España y Euskadi son sociedades democráticamente constituidas en las que las legitimidades han de encontrar acomodo en la legalidad.

El nacionalismo vasco acepta sólo a regañadientes esta última afirmación. Concibe a Euskadi y a España como inmersas en un proceso constituyente permanentemente abierto, que sólo se cerrará del todo cuando sean atendidas sus reivindicaciones. Nunca ha desechado, en referencia al Estado español, la tentación de imputarle un «déficit democrático» y de buscar, en consecuencia, para avalar sus reivindicaciones, legitimidades ajenas a la legalidad. Una de ellas es la de la soberanía originaria disfrazada de derechos históricos. Al pretender hacer ahora uso de ella bajo la figura del referéndum, que se celebraría incluso al margen de la ley, el lehendakari abocaría a la sociedad vasca a una confrontación entre legitimidad popular y legalidad institucional de imprevisibles, pero, en cualquier caso, nefastas consecuencias.

Yo quiero imaginarme sólo tres, que están concatenadas entre sí. La primera es que, no ya España, sino ninguno de los Estados democráticos de su entorno aceptaría un nuevo orden surgido de una legitimidad tan subjetiva y cuestionable como la citada. La segunda consiste en la frustración y el resentimiento que tal fracaso produciría en la comunidad nacionalista, así como en el subsiguiente cisma, ya definitivo, que se abriría entre aquélla y el resto de la sociedad vasca. La tercera radica, por fin, en el aprovechamiento que de toda esta acumulación de fracaso, frustración, resentimiento y división harían en exclusiva quienes de verdad se creen, y consecuentemente actúan, como si Euskadi se encontrara en un auténtico proceso insurreccional y revolucionario.

Una observación final, pero no despreciable, toda vez que podría dar al traste con gran parte de lo dicho. El lehendakari está convencido de que el pueblo está de su lado. No cree demasiado en los partidos como instrumentos articuladores de la voluntad popular. Piensa que, confrontado con un proyecto como el que él le presenta, el pueblo vasco se emancipará de las esclavitudes partidarias y votará a favor de lo que él considera de sentido común. Quizá tenga razón. Conviene, sin embargo, recordar que, incluso en aquellas elecciones recientes que más se han parecido a un plebiscito -las de octubre de 1998, en situación favorable de tregua, y las de mayo de 2001, tras la frustrante ruptura de aquélla-, los electores mantuvieron una sorprendente lealtad a sus respectivos partidos de referencia. No parece, pues, que nos hallemos en una sociedad que se deje tentar fácilmente por populismos.